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Introducción
Dichoso el que lee y los que escuchan las palabras de esta profecía y guardan las cosas escritas en ella, porque el tiempo se ha acercado.
Apocalipsis 1:3 (versión siríaca)
Al disponerme a comenzar estas páginas introductorias a mi traducción de la versión siríaca del libro de Apocalipsis, preveo que tendré que apelar a cierta benevolencia por parte del lector. Sucede que la misma no ha sido en lo absoluto el corolario de grandes y profundos conocimientos de la lengua siríaca en términos formales, académicos, tal como semejante empresa parecería exigir. Soy, de hecho, un mero aficionado al siríaco y, para el caso, al resto de las lenguas que, de alguna u otra forma, se vinculan con la composición de los textos originales del Antiguo y del Nuevo Testamento, en especial el hebreo y el arameo. Me refiero, claro, al llamado arameo bíblico y al targúmico, aquel al que se tradujeran los libros de la Biblia hebrea a partir del regreso a Jerusalén de un grupo de judíos liderados por Zorobabel hacia el año 538 a. de C., luego de unos setenta años de exilio en Babilonia. Por otra parte, el propio siríaco no es, desde luego, sino uno de los mucho dialectos del arameo, vinculado, sobre todo, con las comunidades cristianas originalmente establecidas en el área comprendida mayormente por grandes porciones de los actuales territorios de Siria y del Líbano, a los que han de agregarse los del norte de Iraq y el sudeste de Turquía.
Hechas las aclaraciones del caso, me quedaría entonces por exponer aquí las razones que me han llevado a emprender esta traducción del Apocalipsis siríaco y, sobre todo, a publicarla. Sin embargo, estas son tantas y de tan diversa naturaleza que tampoco me creo capaz de abarcarlas a todas en el espacio más bien acotado que las circunstancias editoriales me deparan. Es precisamente por ello que he optado por encabezarla con el versículo de Apocalipsis que cito al comienzo a manera de epígrafe. Sus palabras, en efecto, resumen inmejorablemente el espíritu que me ha guiado a lo largo de los últimos veinticinco años y que me ha llevado, primero, a la lectura y al estudio profundo de este libro tan fascinante como complejo; luego, a cultivar la expectación y la vigilancia de las cosas escritas en él; y finalmente, ya en estos últimos días, a publicar la presente traducción comentada con la intención de hacerla accesible a todo aquel que sienta la misma necesidad y que tenga la misma disposición. Todo esto ha sido hecho, por otra parte, con la firme convicción de que, como dice Apocalipsis, el tiempo está cerca; o bien, según la versión siríaca del libro, de que el tiempo se ha acercado.
Como puede ver el lector, ya aquí surge una diferencia importante —diría, incluso, crucial— entre esta traducción del siríaco y la inmensa mayoría de las traducciones de su texto griego estándar, tradicional, a las diversas lenguas vernáculas de Occidente. Y es que, mientras que estas últimas transmiten al lector la sensación de estar anunciando una suerte de catástrofe global inminente (¡una inminencia que ya lleva más de diecinueve siglos!), la que aquí presento, en consonancia con el texto al que traduce, nos informa, antes bien, de un acercamiento del tiempo que ya ha ocurrido, que ha sido ya consumado. Así, el anuncio de que el “tiempo se ha acercado” invita al lector atento —en verdad, el único tipo de lector que admite el libro de Apocalipsis— a ir en pos del discernimiento de los tiempos de Dios o, para ser aún más preciso, de los tiempos del plan de Dios. Y es que, como bien dijera Stephen E. Jones, un expositor de las Escrituras residente en los Estados Unidos, quien adquiere el discernimiento de los tiempos de Dios lo hace también, en la misma medida, de su voluntad última, de su mente y de su corazón. A lo cual agregaría yo que quien llega a discernir la voluntad y la mente del Padre alcanza aquella paz que el mundo no puede dar (Juan 14:27) y que, de hecho, sobrepasa todo entendimiento carnal, meramente humano (Filipenses 4:7).
Una cosa distinta, es cierto, es la capacidad de escuchar las palabras de la profecía que nos acerca —y que, de hecho, es— el libro de Apocalipsis. Y es que, para decirlo brevemente, el oído humano no está de suyo capacitado para eso. Es precisamente por ello que Jesús repetía a menudo las tan conocidas palabras: “El que tenga oídos, escuche…” Contrariamente a lo que la gente ha hecho de esta frase —a saber: una suerte de vaga apelación final frente a algo que se afirma sin poder sustanciar plenamente la realidad o el significado de dicha afirmación—, el sentido de la misma es tan preciso como terminante. Dicho sentido se remonta a aquellas palabras que Moisés dirigió a los hijos de Israel poco antes de que estos cruzaran el río Jordán e ingresaran en la tierra que Dios había prometido darles cuarenta años antes, al sacarlos de Egipto. Dijo a estos allí, en efecto, Moisés:
Ustedes han visto todo lo que hizo Yahweh ante sus ojos en la tierra de Egipto: al faraón, a todos sus siervos y a toda su tierra; las grandes pruebas que vieron sus ojos, las señales y aquellos grandes portentos. Pero Yahweh no les ha dado corazón para percibir, ni ojos para ver ni oídos para escuchar hasta este día. (Deuteronomio 29:2-4; mi traducción del texto hebreo)
He resaltado algunas palabras en esta cita para que el lector llegue a apreciar en toda su dimensión la enorme paradoja que implica este pasaje clave de las Escrituras: “Ustedes han visto —dice Moisés a Israel—, pero hasta hoy Dios no les ha dado ojos para ver…” Se refiere, claro, a los ojos del Espíritu, es decir, del espíritu de Dios. Dicho de otra forma: es Dios —y sólo Dios— quien nos da los oídos para escuchar tanto aquello que desea comunicar a la humanidad en general como lo que a veces nos dice a nosotros exclusiva y personalmente. Ahora bien, primero suele inspirar en nosotros el deseo, más o menos ferviente, de contar con tales oídos. Hay más aun: es también mi convicción que este deseo y el casi inexplicable impulso que nos conduce no sólo a leer sino, sobre todo, a escudriñar en profundidad un libro como Apocalipsis, son uno y el mismo, como uno es el Espíritu (Efesios 4:3).
Todas estas cosas, claro está, son difíciles de presentar en el seno de una cristiandad que, tal como ocurriera con el pueblo de Israel en los días antiguos, se ha descarriado casi por completo del camino trazado por la instrucción divina luego de un derrotero por el mundo —en especial, por aquel al que llamamos el mundo occidental— que lleva ya casi dos mil años. A este respecto, viene a mi memoria una frase de aire epigramático que encontré hace ya algún tiempo en la Red y que describe, con toda la crudeza del caso, precisamente el proceso de horrible degradación al que se ha visto sometida, al final de dicho derrotero, la cristiandad en su conjunto, aquella misma a la que en sus comienzos el apóstol Pablo llamara, no a la ligera, sino, antes bien, con plena consciencia de sus palabras, el “Israel de Dios” (Gálatas 6:16). La frase decía más o menos así:
El cristianismo comenzó en Palestina como una hermandad de hombres y mujeres centrados en el Cristo viviente; luego se mudó a Grecia y se convirtió en una filosofía; después se mudó a Roma y se convirtió en una institución; más tarde se mudó a Europa y se convirtió en una cultura; finalmente, llegó a los Estados Unidos y se convirtió en un inmenso negocio.[1]
Así las cosas, ¿podría ser una mera casualidad el hecho tan evidente como penoso de que los Estados Unidos se hayan convertido, desde hace unas cinco décadas —pienso aquí sobre todo en la publicación de The Late Great Planet Earth (Hal Lindsey, 1970)—, en una auténtica y abrumadora usina de escritores y predicadores “expertos en el Apocalipsis”, algunos de los cuales ganan siderales y obscenas fortunas mediante la venta de obras en las que se encargan de “interpretar” el Apocalipsis para sus lectores, quienes, por otra parte, se encontrarían, al parecer, demasiado ocupados intentando llevar una vida pródiga en los placeres que aún pueda ofrecerles el, por lo demás, tan alicaído y terminalmente decadente American way of life?
Note también el lector, en este mismo sentido, que ha sido precisamente de los Estados Unidos que ha salido la imparable ola de progresiva banalización del libro de Apocalipsis que desde hace algunas décadas invade al mundo cristiano. De hecho, como también ocurre con el resto de las costumbres que poco a poco ha ido implantando en la conducta de millones de personas en todo el mundo, Hollywood ha jugado un papel preponderante en este proceso, valiéndose de una terminología extraída del Apocalipsis con el más evidente desprecio frente a su contenido. Y así, en tan sólo dos décadas, hemos asistido a un degradante crescendo que ha lanzado a la palestra del habla popular la palabra apocalipsis como sinónimo de una destrucción global sin sentido, fruto de un supuesto ciego azar que imperaría en el universo, o bien de un poder humano que se encontraría en una carrera tan permanente y cruel como estúpida, sin fin y sin finalidad alguna más que su propio crecimiento vegetativo y monstruoso. Allí están, sin ir más lejos, las espantosas películas con títulos como Armagedón y el uso cada vez más generalizado de expresiones del habla popular como apocalipsis nuclear. Yo he llegado incluso a oír hablar, sin más, de un apocalipsis zombie, lo cual, creo, me exime de aportar más evidencia respecto del estado de putrefacción en el que la cultura occidental —y dentro de esta, la cristiandad en su conjunto— ha ingresado definitiva e irreversiblemente…
Ante semejante panorama de degradación lingüística, cuyo fruto vendría a ser un pisoteo de facto del libro de Apocalipsis y de todo lo que este nos dice, ¿qué es lo que le resta hacer a quien aun busca la instrucción de Dios en las Escrituras y, especialmente, en dicho libro?
Aquí es donde la lengua siríaca viene providencialmente a socorrer en nuestros días al buscador sincero y perseverante. Como mero ejemplo de la capacidad de reposición del sentido de las enseñanzas e instrucciones de Jesús y de sus apóstoles que posee el texto siríaco del Nuevo Testamento o Peshitta[2] —cuyo nombre mismo nos dice que se trata de una versión “simple” o, mejor aún, “directa”— bastaría con mencionar aquí aquel célebre pasaje en el que se encuentran las importantísimas claves que, en orden cronológico, Jesús diera en el Monte de los Olivos a algunos de sus discípulos acerca de los tiempos previos a su venida y al fin de la presente era[3].
Todo comienza allí con una simple requisitoria por parte de los discípulos luego de que Jesús predijera la destrucción del templo de Jerusalén. Ante dicha predicción, estos dicen a Jesús: “Dinos, ¿cuándo serán estas cosas? ¿Y cuál es la señal de tu venida y de la consumación de la era?” (Mateo 24:3; mi traducción de la Peshitta). Antes de responder a la pregunta de sus discípulos, Jesús les lanza la siguiente advertencia (la cual reproduzco aquí de acuerdo con el texto griego, ya verá el lector luego por qué): “Tengan cuidado de que nadie los engañe; porque vendrán muchos en mi nombre diciendo ‘Yo soy el Cristo’ y a muchos engañarán…” (Mateo 24:4-5)
No exagero en lo absoluto si digo que la susodicha advertencia de Jesús me intrigó durante años. No acertaba a precisar a quiénes, exactamente, se había referido este en aquella ocasión al hablar de tales impostores. Lo único que sabía —o, mejor dicho, que intuía— era que no hablaba en referencia al tiempo de los discípulos, ¿pues cuál de todos ellos, después de convivir con él durante unos tres años y medio y, más aún, contando ya con la asistencia de su mismísimo espíritu —el cual nos envió, precisamente, para que fuésemos guiados a toda la verdad (Juan 16:13 )—, cuál de todos ellos, digo, habría podido creer a no importa qué recién llegado que les hubiese dicho ser el Cristo? La única solución que encontraba yo al problema en cuestión era, claro, la misma en la que la inmensa mayoría de cristianos ha coincidido durante casi dos mil años, a saber: que cerca del final de la era presente y en forma previa al regreso de Jesús, vendrían muchos diciendo ser el Cristo y que arrastrarían a muchos con su engaño. Sin embargo, todo el asunto no dejaba de causar en mí todos los síntomas de una disonancia cognitiva: aquella “solución” no me satisfacía del todo y, sin embargo, tendía a desistir y a terminar pensando que todo esto era, tal vez, un “misterio”, un enigma de Dios que debía quedar irresuelto. En lo que nunca llegué a creer bajo ninguna circunstancia era en la posibilidad de que los cristianos pudiesen realmente tomar por el Cristo a alguno de aquellos pobres imbéciles que cada tanto aparecen en la tapa de los tabloides sensacionalistas afirmando ser “la reencarnación de Jesucristo”…
Sea como fuere, el caso es que el “misterio” quedó, por fin, resuelto. Para decirlo brevemente y sin demasiados tecnicismos que no son aquí del caso: sucede que, en el texto de la Peshitta del pasaje en cuestión, aquella advertencia de Jesús a sus discípulos puede leerse de dos maneras, ambas perfectamente correctas desde el punto de vista de la gramática y de los usos propios de la lengua siríaca. Una de ellas coincide con la lectura del texto griego (la cual, en el caso de este último, es de hecho la única posible). ¿Cuál es la otra lectura que permite el texto siríaco? Hela aquí, citada de la Peshitta en su contexto inmediato:
Y al sentarse Jesús en el Monte de los Olivos, se le acercaron sus discípulos diciendo entre ellos y dirigiéndose a él: “Dinos, ¿cuándo serán estas cosas? ¿Y cuál es la señal de tu venida y de la consumación de la era?” Respondió Jesús y les dijo: “Cuídense de que nadie los despiste; porque muchos vendrán en mi nombre y dirán que yo soy el Mesías, y a muchos desviarán[4]”… (Mateo 24:3-5)
¿Ve el lector a qué me refiero más arriba? Según esta sólida posibilidad que ofrece el texto de la Peshitta, de las palabras de Jesús no se sigue necesariamente que los hombres de los que habla fueran a engañar intencionalmente a sus seguidores; más bien, se tiene la sensación de que Jesús se refiere a hombres que dirían (¿y también creerían?) que Jesús es el Mesías, pero que, al mismo tiempo, con sus deficientes lecturas e interpretaciones de las señales mencionadas allí por él y registradas luego en las Escrituras, despistarían a aquellos que no estuviesen alertas acerca del orden de la secuencia de señales meticulosamente dada, ya fuera porque cambiarían el orden de las mismas dentro de dicha secuencia o incluso porque les harían perder de vista a estos que una tal secuencia existía en lo absoluto. Desde luego, ambas cosas son hoy, más que lamentablemente, moneda corriente.
No exagero si digo aquí que la Peshitta reboza —literalmente— de este tipo de felicísimos hallazgos que explican y que echan una luz definitiva sobre pasajes del texto griego que han permanecido en la oscuridad durante siglos. La situación que se ha dado tanto en torno a ella como a las versiones siríacas del resto de los libros del Nuevo Testamento griego que quedaron fuera de la misma en los días de su temprana formación, hacia mediados del siglo segundo de nuestra era, me recuerda a uno de mis pasajes preferidos en el Eclesiastés, en el cual leemos:
He visto también esta sabiduría bajo el sol, y es para mí algo grande: una pequeña ciudad con pocos hombres, y viene contra ella un gran rey que la rodea y que levanta contra ella grandes rampas de asedio; y en ella se encontraba un hombre pobre, un sabio, que libró a la ciudad con su sabiduría. Y nadie se acordaba de aquel hombre pobre. (Eclesiastés 9:13-15; mi traducción del texto hebreo)
Y, en efecto, ¿con qué otra cosa sería hoy equiparable el resto fiel a Dios y a Jesús el Mesías en el mundo occidental sino con una pequeña, incluso pequeñísima ciudad habitada por unos pocos hombres? ¿Y qué otra cosa hacen a diario —y cada vez con mayor ferocidad— los poderes de este mundo sino sitiar al pueblo de Dios con rampas cada vez más fuertes y, sobre todo, imbatibles mediante el uso de la mera fuerza humana? En medio de tales apuros, el apego casi fetichista —brotado de los ídolos del corazón (Ezequiel 14:4)— de los líderes máximos de la cristiandad al texto griego del Nuevo Testamento ha demostrado ser completamente inútil y casi fatal, especialmente frente a unas masas cristianas que en su molicie y embrutecimiento suelen ver en sus líderes la autoridad máxima respecto de lo que dicen las Escrituras, tanto en lo que hace a la conducta que es aceptable a los ojos de Dios como a la forma de interpretar los textos que, como en el caso de Apocalipsis, nos dan indicios y señales imposibles de ignorar acerca del fin de la presente era. Esta actitud generalizada ha terminado por esclerosar la lectura de las Escrituras en sus traducciones vernáculas del griego a un punto en el que, tal como la sal de la parábola que nos dejó el Señor, estas parecen no tener ya más sabor.
Pero es precisamente allí donde, al igual que el hombre sabio y pobre del pasaje del Eclesiastés, la tradición bíblica conservada por la lengua siríaca de las iglesias del Medio Oriente ha venido a salvar a los pocos habitantes de la pequeña ciudad de los crueles e implacables embates del gran rey que la sitiaba, que aún hoy la asedia y que lo seguirá haciendo hasta el regreso del verdadero Rey. Y he aquí que aunque todos los “sabios y eruditos” de las iglesias occidentales conocían en verdad a aquel otro hombre sabio, parecían no acordarse de él, ya que a sus ojos era, además, pobre y nada tenía para ofrecerles. Y es que, a semejanza de aquel que tiene a cargo la simbólica iglesia de Laodicea en el libro de Apocalipsis[5], todos ellos se decían y aún se dicen a sí mismos (y a veces, incluso, el uno al otro): “¡Somos ricos, hemos prosperado y de nada tenemos necesidad!” Sin embargo, ya sabemos lo que Jesús, el testigo fiel y verdadero, dijo al encargado de aquella iglesia acerca de su auténtica condición espiritual…
Es muy posible, por otra parte, que ante todo lo dicho más arriba el lector pudiese creer que sostengo personalmente aquella postura —propia de ciertos grupos cristianos y mesiánicos en Occidente durante los últimos quince o veinte años, especialmente a partir del estreno, en 2004, de La pasión de Cristo, el ya clásico film de Mel Gibson— según la cual la Peshitta y el resto de los libros siríacos del Nuevo Testamento no sólo son superiores a su par griego, sino que incluso constituirían el texto original en el cual dicha colección de libros fue escrita. Sin embargo, nada podría estar más alejado de mi pensamiento que dicho postulado, el cual, además, suele ir acompañado por un insólito desprecio de la tradición griega de las Escrituras.
Para decirlo con mayor precisión: dicha postura no podría ser la mía tanto por razones de crítica textual como exegéticas y —lo que es para mí decisivo— proféticas.
Siguiendo este orden, mencionaría en primer lugar lo que ha dicho al respecto el aramaísta norteamericano Steve Caruso en su interesantísimo sitio web The Aramaic New Testament. Allí, Caruso expone con argumentos que son, a mi entender, concluyentes, sobre la imposibilidad de que el texto de la Peshitta —o, para el caso, arriesgaría yo, del resto de los libros del Nuevo Testamento que no han ingresado en su canon, incluido el de Apocalipsis— sea el texto salido originalmente de la pluma de quienes escribieron dichos libros, es decir, de los evangelistas y los apóstoles[6].
En segundo lugar, traería a cuento el caso cierto y más o menos notorio de algunos autores que han sabido transitar con no poca solvencia, valiéndose del texto griego, el terreno baldío en el que han llegado a convertirse el estudio y la exégesis del libro de Apocalipsis fundados principalmente en dicha lengua. El ejemplo más significativo en este sentido lo encarnan John y Gloria Ben-Daniel, quienes hace ya unos catorce años publicaron un muy interesante libro[7] en el que proponen algunas muy novedosas e inspiradoras claves interpretativas del libro de Apocalipsis, para lo cual no han dudado en acudir copiosa y, en la mayoría de los casos, muy atinadamente, a ocurrencias del hebreo en diversas fuentes bíblicas y aún a algunas otras fuentes antiguas extra-bíblicas.
Esto último me lleva directamente a la tercera de las razones arriba aludidas, la cual se funda en una convicción personal de índole puramente espiritual y profética. Sucede que en el transcurso de mis continuos estudios de la Palabra de Dios he llegado a la conclusión de que la convivencia de textos bíblicos de diversas procedencias lingüísticas antiguas —e, incluso, en incontables pasajes de las Escrituras, divergentes— no solamente no ha obstruido jamás el plan de Dios para toda la humanidad en general y para su pueblo en particular, sino que incluso ha sido parte constitutiva del mismo. Para expresar esto último en la forma más concisa posible, recurriré al relato de la torre de Babel que se encuentra en el libro del Génesis. Allí leemos:
Tenía toda la tierra un único idioma y unas únicas palabras. Y sucedió que cuando salieron del oriente dieron con una planicie en la tierra de Sinar y allí se establecieron. Y se dijeron el uno al otro: “Vamos a forjar ladrillos cociéndolos al fuego”. Y les fue el ladrillo por piedra y el asfalto por argamasa. Y dijeron: “Vamos a edificarnos una ciudad y una torre cuya cima esté en el cielo y hagámonos un nombre, no sea que vayamos a ser esparcidos por toda la tierra”. Y descendió Yahweh para ver la ciudad y la torre que construían los hombres. Y dijo Yahweh: “He aquí un solo pueblo, y todos ellos tiene un único idioma; y han comenzado a obrar y nada los llevará ahora a desistir de todo lo que se han propuesto hacer. Vamos a descender y a confundir allí su idioma de manera que no comprenda el uno el idioma del otro”. Y los esparció Yahweh desde allí por toda la tierra y ellos dejaron de construir la ciudad. (Génesis 11:1-8; mi traducción del texto hebreo)
¿No ha hecho acaso Dios algo análogo a lo que hiciera en aquellos lejanos días con los textos bíblicos de las tradiciones cristianas más antiguas? ¿No se ha reservado, como prerrogativa exclusivísima, la unificación del sentido pleno de su Palabra mediante la unicidad de su espíritu, el cual ha dado y continúa dando a quienes lo reverencian, creen en él y lo aman? ¿Y qué otra cosa podría entonces significar aquel dicho del apóstol Pablo según el cual “la letra mata, pero el Espíritu da vida” (2 Corintios 6:3)?
Es, entonces, en el espíritu de estas palabras de Pablo que el lector debería acercarse a la traducción que ofrezco a continuación. Es, de hecho, a tal lector al que la misma se dirige especialmente. Y es que en verdad no hay otra forma, no sólo de leer el libro de Apocalipsis —algo que, en definitiva, han venido haciendo millones de personas a lo largo de los siglos— sino de escuchar lo que sus palabras nos dicen y de estar vigilantes sobre las cosas en él escritas.
Y es que hoy, mucho más que nunca, es claro a todas luces que el tiempo se ha acercado…
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Pasaré ahora a referirme a la traducción propiamente dicha, de la que estas páginas han venido a ser, no sin intención, una introducción más bien heterodoxa.
Ante todo, debo aclarar que se trata de una obra relativamente inconclusa. Y ello por dos razones: en primer lugar, porque no descarto que el texto de la traducción pueda ser modificado en la medida en que lo crea pertinente, ya fuese por cuenta propia o por sugerencia de uno o de más entendidos en la lengua siríaca que presentasen algún motivo debidamente fundado; en segundo término, lo es en la medida en que algunas importantes y extensas notas han quedado fuera de ella por razones de espacio. Ello ha sido así en la medida en que no es improbable que a esta primera edición le siga, en un futuro ahora impreciso pero no lejano, una segunda edición corregida y, sobre todo, aumentada, una que sumaría algunos recursos para la mejor intelección del texto.
Dos son los textos que he utilizado de base para esta traducción, la cual supone, hasta cierto punto, una ponderación de los mismos. Uno de ellos —el que he seguido principalmente— es el que integra la edición estándar de la Peshitta que circula en Occidente desde hace más o menos un siglo[8]. El otro es el así llamado “Manuscrito Crawford”, que fuera encontrado en la biblioteca personal del Conde de Crawford y Balcarres y que se encuentra desde entonces alojado en la Biblioteca John Rylands de la Universidad de Manchester. En este último caso, he seguido la descollante edición crítica del texto del manuscrito a cargo del célebre siricista irlandés John Gwynn[9], quien, por otra parte, fue también quien proveyó el texto siríaco de Apocalipsis que se encuentra en la edición de la Peshitta arriba mencionada.
Al momento de traducir, he intentado conservar un equilibrio entre el lenguaje presente en las traducciones españolas más corrientes del texto griego de Apocalipsis y la expresión que en muchos casos impone el siríaco y que aporta cierta frescura, algo que considero provechoso dado el carácter inevitablemente anquilosado que han impuesto a su lectura las traducciones del griego a lo largo de los siglos. Al mismo tiempo, he repuesto, aquí y allí, alguna que otra palabra ausente en el texto siríaco pero necesaria a la hora de mantener una expresión correcta y fluida en español. En tales casos, las palabras aparecen resaltadas en itálica.
Me he valido, por otra parte, de diversas obras de referencia sin las cuales jamás hubiese podido llevar a cabo esta traducción, especialmente por mi ya declarada falta de conocimiento formal y académico en la lengua siríaca. El Manual de gramática siríaca de Joan Ferrer y María Antónia Nogueras (Barcelona, Universitát de Barcelona, 1999) ha sido, entre dichas obras, una ayuda fundamental. En cuanto a las referencias lexicográficas que pueblan las notas, las mismas han sido confeccionadas en base a dos fuentes principales, a saber: el imprescindible Compendious Syriac Dictionary de J. Payne Smith (Mrs. Margoliouth) —basado, a su vez, en el Thesaurus Syriacus de Robert Payne Smith— (Oxford, Clarendon Press, 1903) y el Comprehensive Aramaic Lexicon, un ambicioso e invaluable proyecto en progreso disponible en la Red (www.cal1.cn.huc.edu) y cuya administración se encuentra a cargo del Hebrew College Union-Jewish Institute of Religion de Cincinnati (Ohio, Estados Unidos). Esporádicamente, he consultado también el Lexicon Syriacum de Carl Brockelmann (Edimburg-Berlin, T&T Clark-Reuther & Reichard, 1895).
En cuanto a la naturaleza de las notas al pie del texto de la traducción, estas podrían dividirse en las siguientes categorías: a) reposición de los significados alternativos de los términos siríacos; b) variantes principales ente los textos del New Testament in Syriac y el “Manuscrito Crawford”; c) variantes principales entre el texto siríaco y el texto griego; d) observaciones acerca del uso de algunas expresiones propias del siríaco; e) aclaraciones más o menos breves sobre algunas posibilidades exegéticas que ofrece el texto siríaco en contraste con el texto griego, en el que las mismas no son, en algunos casos, siquiera viables; y, por último, f) citas directas del texto en el original siríaco en los casos en que he considerado pertinente ofrecer una rápida visualización del mismo para el lector entendido en caso en que le surgiese alguna duda frente a la expresión española que he escogido para traducirlo.
Por lo demás, las abreviaturas de mayor recurrencia en las notas son pocas, sencillas y, cuando no se encuentran aclaradas, son fácilmente discernibles. Lo mismo ocurre con las abreviaturas de referencia a otros libros de la Biblia, las cuales siguen las de la clásica edición estándar de la Reina Valera 1960 de las Sociedades Bíblicas Unidas.
Por último, quiero mencionar aquí, a manera de sincero agradecimiento, a dos siricistas que en diversos momentos de mi exploración del siríaco han sido siempre tan receptivos de mis eventuales consultas como amables y generosos en sus respuestas a las mismas. Me refiero a Janet Magiera, autora, ella misma, de una traducción al inglés de la Peshitta del Nuevo Testamento, la Aramaic Peshitta New Testament Translation (San Diego, Light of the Word Ministry, 2006), y a Lars Lindgren, creador y administrador de Dukhrana, un excelente repositorio en la Red (disponible en www.dukhrana.com) de consulta obligada para cualquier amante de las Escrituras en lengua siríaca.
M. F.
Buenos Aires, diciembre de 2017
Notas
[1] La autoría de esta frase ha sido atribuida a tanta gente y ha sufrido tantas modificaciones que no tengo más remedio que tratarla aquí como si fuese anónima. ¿Pero acaso semejante circulación no viene a probar que, además de ser genialmente concisa, la misma expresa una grande y profundísima verdad?
[2] Es preciso aclarar aquí que el canon representado en la Peshitta no contenía originalmente algunos de los libros que sí se encuentran incluidos dentro del canon del Nuevo Testamento griego, a saber: 2 Pedro, 2 y 3 Juan, Judas y Apocalipsis. En el ámbito de las iglesias siríacas de Oriente, estos libros eran conocidos —y aun hoy lo son— como los “cinco occidentales”.
[3] Me refiero, claro está, a los pasajes paralelos que se encuentran en Mateo 24, Marcos 13 y Lucas 21.
[4] Traduzco aquí primero como “despistar” y luego como “desviar” la única raíz verbal ܛܥܐ presente en el pasaje; lo hago así por razones que hacen a la buena redacción en español y también para remarcar los matices que dicha forma verbal tiene en el siríaco.
[5] Véase Apocalipsis 3:14-21.
[6] Véase el artículo de Caruso “Problems with Peshitta Primacy” en http://aramaicnt.org/articles/problems-with-peshitta-primacy/
[7] Me refiero concretamente aThe Apocalypse in the Light of the Temple (Jerusalem, Beit Yochanan, 2003).
[8] The New Testament in Syriac, London, British and Foreign Bible Society, 1905-1920.
[9] The Apocalypse of St. John in a Syriac version hitherto unknown; edited, (from a ms. in the library of the Earl of Crawford and Balcarres), with critical notes on the Syriac text, and an annotated reconstruction of the underlying Greek text, Dublin, Hodges, Figgis and Co., 1897.