La psicopandemia que los poderes mundiales trajeron sobre todas las naciones hace dos años despertó como nunca la necesidad de muchos de volver al Dios vivo, creador, sustentador y garante de todas las cosas. ¿Pero será acaso posible tal cosa para una generación tan alejada de Dios como la nuestra?
La nuestra es, sin duda, una generación perversa y corrompida, una estirpe con un corazón de piedra. ¿Qué importa aquí si nos declaramos cristianos, agnósticos o ateos? Lo único que importa aquí es que nuestra generación, más que ninguna otra en el pasado, ha creído posible seguir cuanto impulso le dictaran sus apetitos sin importar nada más, acostándose por la noche a dormir, esperando el amanecer de un nuevo día en el cual continuar con la inercia de esos mismos apetitos de la víspera. Lo dicho: la nuestra es una generación perversa y corrompida, una estirpe con un corazón de piedra. Y esto, además, ha sido así por demasiado tiempo…
En los días en que las palabras tenían aun algún sentido entre nosotros, circulaba un término que, indudablemente, le calza a nuestra generación como anillo al dedo: nihilismo. El diccionario define al nihilismo como la negación de todo principio religioso, político y moral. Pero nuestra generación ha dado a dicha negación una vuelta más de tuerca. Y es que no se contenta con negar todo principio, sino que incluso prolonga sus días negando la negación. Y así, lleva siempre las cosas hasta un punto en el que solamente partiéndola un rayo acusaría, tal vez, algún recibo de justicia. Pero es el caso que ese rayo nunca caía sobre ella: ¿por qué, entonces, iba a desistir de todo aquello que la mueve y a rendirse cuando aún había esperanza de salirse con la suya?
Ahora bien, además de perversa y corrompida, la nuestra es también una generación increíblemente estúpida, tan estúpida que, estando desde siempre sujeta a vasallaje, se ha considerado siempre libre. Son, de hecho, precisamente sus señores quienes la han vuelto tan estúpida luego de varias generaciones de trabajarla con el fin de avasallarla, de expoliarla por completo y, finalmente, de exterminarla en cuanto pudiesen prescindir de ella. Y son también estos mismos señores quienes saben muy bien hasta qué punto nuestra generación ha llegado a parecerse a ellos en su rechazo de Dios, tal como los esclavos de Mississippi llegaban a parecerse a sus amos, aunque en una versión grotesca, casi simiesca...
Y es que nuestros señores son testigos privilegiados del consentimiento que nuestra generación ha dado a todas y cada una de sus iniciativas para desterrar a Dios de la vida de nuestras naciones a ambos lados del Atlántico, desde Europa hasta América del Norte, desde Alaska hasta Tierra del Fuego. Y así, luego de tanto tiempo transcurrido en su perpetua alucinación de libertad, nuestra generación ha llegado al punto en el que, luego de mirar hacia atrás y hacia adelante, hacia el pasado y hacia el futuro, bien podría hacer suyas aquellas palabras finales de un célebre personaje de Dostoievsky: hemos nacido muertos de padres que ya hace mucho que no viven…
Cuando en marzo de 2020 el mundo entero se detuvo a causa de lo que nuestros señores y sus lacayos hicieron pasar por una pandemia de coronavirus y que no era, en realidad, otra cosa que una psicopandemia montada para alcanzar la última fase de su plan de siglos —la del exterminio—, de pronto se les hizo muy difícil a todos el seguir el impulso de sus apetitos sin importar nada más, acostándose por la noche a dormir, esperando el amanecer de un nuevo día en el cual continuar con la inercia de esos mismos apetitos de la víspera. Y por otra parte, ¿será realmente necesario que describa aquí, en todos sus pormenores, lo que han sido los últimos dos años en la vida de todos nosotros? Porque el caso es que lo que durante décadas y aun siglos había sido un vasallaje secreto se tornó de pronto en lisa y llana esclavitud, una esclavitud tan visible como pueden serlo millones de tapabocas y una sumisión canina a una continua inoculación de sustancias experimentales bajo la más pérfida y grosera coerción, una coerción ejercida por los propios gobiernos de las naciones, cuyos estamentos sólo parecen admitir a los lacayos de nuestros señores. Y sin embargo…
Sin embargo, ¿a qué otra cosa podían llevar la cobardía, la mala conciencia, el conformismo y el cinismo en los que se ha criado nuestra generación sino a la colaboración con sus propios verdugos y al disimulo de su propia esclavitud apelando a las fotos de dorada libertad que nadie, aparentemente, puede parar de subir a sus redes sociales? ¡Ah! ¡Es cierto también que muchos realizaron por última vez la pantomima de “volverse a Dios”! Pero el nihilismo no suelta fácilmente una vez que ha atrapado algo entre sus garras. Y por otra parte, quienes han ensayado este “regreso”, ni siquiera han contado con la posibilidad de que, al hacerlo, no estarían en verdad volviendo a Dios, sino solamente a los sustitutos de Dios que conocieron nuestros padres y los padres de sus padres, meros placebos que los ancestros de los señores se habían encargado de sembrar entre los nuestros durante su hermética marcha por la historia del mundo occidental y "cristiano”.
Es cierto, por otra parte, que tal como una ola que ha pasado la rompiente y se acerca a la playa, la psicopandemia en la que aun vivimos inmersos ha perdido ya gran parte de su fuerza en nuestras mentes. Y así, el endurecimiento crónico de nuestra generación, ¿no tenderá a redoblarse, pasado ya, aparentemente, el grueso de los males que dicha psicopandemia trajo consigo? Sin embargo, las nuevas olas ya se avizoran en el horizonte y se acercan hacia la playa, esto es: la ola de la guerra, la del hambre y la de la muerte masiva, a granel. ¿y quién quedará en pie cuando dichas temibles olas lleguen finalmente a su punto de rompiente?
Lo cierto es que hoy es más evidente que nunca que era en verdad acerca de nuestros días que hablaron todos los profetas. Esto, claro, lo incluye a Isaías, en cuyo libro encontramos, entre otras, las siguientes palabras:
No hay quien invoque tu nombre, quien se sacuda de su letargo para apoyarse en ti, ya que has escondido tu rostro de nosotros y haces que nos desmigajemos en nuestra iniquidad. (Isaías 64:7)
Es Dios, en efecto, quien hace ya mucho ha escondido su rostro de nosotros, de nuestros padres y de los padres de su padres; es él, por ende, quien ha propiciado este desmigajamiento nuestro en la iniquidad que bebemos con tanta naturalidad como se bebe el agua. ¿Y por qué haría Dios una cosa así? No es difícil dar con la respuesta correcta a esta pregunta. Aquel a quien estas líneas hayan hablado profundamente, podrá encontrarla en las advertencias hechas por Moisés al pueblo antiguo hace ya unos tres mil quinientos años. Y si el mismo tuviese además, siquiera por un instante, ojos para ver, podría asimismo percibir hasta qué punto la suerte de nuestra generación se encuentra delineada en un cántico profético que el mismo Moisés dirigió a aquel mismo pueblo. Y finalmente, si luego de leer todo ello desease volver a Dios con todo su corazón, no estaría nada mal que se enterase que ha sido Dios quien proveyó, en aquellos mismos días, el mayor motivo de esperanza para nuestros días, a la sazón, los últimos de la presente era. Y es que él nos ha legado, nuevamente por medio de Moisés, los términos en los cuales seríamos librados de nuestra tan angustiante condición actual, cuya cercana estación terminal no es otra que el liso y llano exterminio.
¿Estará anhelando alguno de ustedes, mis conocidos y desconocidos lectores, volver al Dios vivo, al creador, sustentador y garante de todas las cosas? En tal caso, los espero en la próxima entrega de esta serie a la que he dado comienzo con estas líneas y que llevará por nombre «Las buenas nuevas». Ya que, pese a todo lo tratado hasta aqui y tal como fuera dicho hace ya casi dos mil años:
Serán anunciadas estas buenas nuevas del reino en el mundo entero para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin. (Mateo 24:14)