Incluido en los Escritos —junto al libro de los Salmos, el de Job y el de Rut, entre otros— el Cantar de los cantares es el texto más misterioso de todas las Escrituras hebreas. Sin duda, ha sido esta característica la que ha dado lugar, durante siglos y milenios, a las más dispares lecturas e interpretaciones de su contenido, comenzando por la dudosa atribución de su autoría al rey Salomón. En realidad, se trata de un escrito harto profético que señala, en términos personalísimos e íntimos, el despertar del amor entre el Cristo y su iglesia en los últimos días.
Tal como lo aclara su título, el Salmo 44 es un masquil, esto es, una composición para despertar un discernimiento o entendimiento profundo. Y resulta, en verdad, un hecho contundente el que este y otros salmos avanzan la revelación de las cosas de Dios por intermediación de su espíritu, inspirador, de hecho, de todas las Escrituras. En este y en otros salmos se trata, más concretamente, del discernimiento de las cosas primeras y de las últimas, así como del contexto espacio-temporal que enmarca a unas y a otras; todo ello, además, contemplado proféticamente desde el final de la era presente.
Pese a compartir algunos elementos clave con el salmo 69 en su encabezamiento, el salmo 45 es de un tono completamente diferente al de aquel. Se trata, este, de una exuberante canción de amores dedicada al Cristo y a su amada Iglesia y cuyo lenguaje ensalza inmejorablemente el aspecto nupcial del asunto principal del evangelio y su concreción, la cual dará un solemne inicio a la era venidera. No es nada casual, entonces, que la carta «A los hebreos» contenga en los comienzos de su discurso sobre este Hijo de Dios una de las frases más reveladoras de este salmo.