Un abundantísimo cúmulo de testimonios en todas las Escrituras señala a los días por venir como el tiempo en que las buenas nuevas del reino de Dios serían nuevamente anunciadas para testimonio a todas las naciones. Pero aquellos que ignorasen quién es en verdad Jesucristo, ¿podrán acaso beneficiarse de ello?
Estoy muy seguro de que la pregunta que he puesto por título de estas líneas sorprenderá a muchos; puede que incluso vaya a dejarlos un tanto perplejos. Si los tales pudiesen dirigirse a mí, muy probablemente responderían a dicha pregunta con esta otra: “¿Podría alguien no saber quién es Jesucristo?”
Pero sucede que yo no me refiero aquí al ídolo que las diversas ramas, denominaciones y sectas del cristianismo histórico se han forjado a través de los siglos, sino a aquel de quien verdaderamente hablan las Escrituras, es decir, todas las Escrituras, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Es, en fin, a este Jesucristo al que me refiero yo con mi pregunta del título…
Indudablemente, los libros que se han escrito para responder a una pregunta semejante podrían llenar una densa biblioteca. Yo incluso he podido ver algunos de todos ellos a lo largo de mi vida. Esto, desde luego, implica la existencia de muchísimos autores y, en forma acorde, una cantidad de lectores verdaderamente inconmensurable. Y, en efecto, así de inconmensurable es el número de los hombres y mujeres que ya han muerto a lo largo de los siglos y de quienes aun viven sin conocer la verdadera identidad de Jesucristo.
Por mi parte, debo decir ya mismo que carezco tanto del tiempo como de las ganas de escribir interminablemente sobre este asunto. Con esto no solamente quiero decir que dejaré aquí en claro —de una vez y para siempre— quién es Jesucristo, sino que lo haré, además, con la mayor brevedad posible. Sin embargo, no vayan a creer ustedes —mis lectores conocidos y desconocidos— que hay aquí alguna negligencia que me lleva a tratar livianamente un asunto tan importante e incluso crucial para nuestros días. Confío, en todo caso, que cualquiera que aun retenga en su alma la más mínima honestidad verá, al final de estas líneas, que la respuesta que aquí brindaré al interrogante del título que las encabeza es tan sencilla como segura. ¿Y cómo, por otra parte, no iba a ser así, siendo que la misma se encuentra a la vista de todos en las mismísimas Escrituras? Y sin embargo…
Sin embargo, tal parece que aquello que ha obrado aquí como un escollo de siglos no han sido tanto las barreras lingüísticas entre las lenguas bíblicas y las lenguas vernáculas occidentales como esto otro de lo que me he venido ocupando desde que diera inicio a esta serie. Me refiero a la iniquidad en que hemos vivido siempre y en la cual aun vivimos. Es esta misma iniquidad la que ha cegado los ojos y las mentes de la inmensa mayoría de las almas que pueblan nuestro mundo occidental y poscristiano y sus periferias respecto de la identidad de Aquel de quien la cristiandad toda hiciera en sus días un ídolo, ya fuera de yeso, como es el caso de los católicos, ya de meras ideas, como ha ocurrido con los protestantes. ¿Cómo se explicaría, si no, el que pueda yo echar aquí, con suma brevedad, una luz tan grande sobre un asunto supuestamente tan misterioso que ha llegado a poblar densas bibliotecas? Y es que además de ser madre de muchos dolores y pesares, la iniquidad es también la madre de toda negligencia y de toda estupidez…
¡Pero ya basta de preámbulos! Veamos lo que el apóstol Pablo dice en su carta a los santos de la congregación de Filipos inmediatamente luego de conminarlos a velar no solamente por lo propio, sino cada cual también por lo de sus hermanos en la fe. Les dice entonces Pablo:
Que haya entonces en ustedes esta disposición, la cual había también en el Cristo Jesús, quien —siendo ya previamente en forma de Dios— no consideró el ser igual a Dios como un botín al que aferrarse, sino que, despojándose de sí mismo, tomó la forma de un siervo, tornándose en la semejanza de un ser humano; y siendo percibido como un ser humano en su apariencia exterior, se humilló a sí mismo siendo dócil hasta la muerte, incluso hasta una muerte de cruz. Por lo tanto, también Dios lo exalta hasta lo más alto y le da el nombre que es sobre todo nombre, a fin de que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de lo que hay en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra y toda lengua confiese que Yahweh es Jesucristo para la gloria de Dios Padre. (Filipenses 2:5-11)
Si a alguno de ustedes, mis lectores, se le ocurriese objetar aquí que el texto griego de la carta a los filipenses no registra de ninguna manera el nombre Yahweh sino el título κύριος (Señor), de seguro que el tal lo haría desde la ignorancia de que en la Septuaginta —la traducción del Antiguo Testamento hebreo y arameo a la lengua griega— es este último término griego κύριος el que se utiliza invariablemente para consignar el nombre יהוה, esto es, Yahweh. Así también, de hecho, lo hace el pasaje en el libro de Isaías que Pablo claramente tenía en mente al escribir lo que acabo de citar, pasaje que aquí traduciré, sin embargo, desde el hebreo a fin de que a nadie le quede duda alguna respecto de lo que Pablo estaba queriendo decir en su carta a los filipenses. En el pasaje de Isaías en cuestión, Yahweh habla mediante el espíritu de la profecía en primera persona y dice:
¡Reúnanse y vengan! ¡Acérquense todos juntos, los escapados de las naciones! ¡No han tenido conocimiento los que cargan el madero de su propia estatua y los que oran a un dios que no los salvará! ¡Proclámenlo y hagan que se acerquen! ¡Sí, deliberen todos juntos! ¿Quién hizo oír esto desde el oriente y lo ha proclamado desde entonces? ¿No soy yo Yahweh? ¡Y no hay otro dios aparte de mí! No hay un dios justo y salvador excepto yo. ¡Vuélvanse a mí y sean salvos, todos los términos de la tierra, ya que yo soy Dios y no hay otro! ¡Por mí mismo he jurado! ¡De mi propia boca ha salido la justicia, un asunto que no se volverá atrás: que a mí se doblará toda rodilla y jurará toda lengua! (Isaías 45:20-23)
¡Ahí lo tienen! Esto es lo que Pablo dice en aquel pasaje en su carta a los filipenses, a saber: que Yahweh es Jesucristo, o bien, dicho de otra forma, que Jesucristo es Yahweh. He aquí, entonces, la respuesta a la pregunta que formula el título de estas líneas.
Sin embargo, aunque confío en que todos ustedes podrán ver aquí por sí mismos que esto no es algo que meramente acabo de preparar en mi cocina, voy a ofrecer aun otros dos testimonios acerca de la identidad de Jesucristo, ya que es en verdad sobre dos o tres testimonios que se ha de decidir sobre la firmeza de todo asunto (Deuteronomio 19:15; Mateo 18:16; 2 Corintios 13:1). Ofreceré aquí, entonces, dos testimonios más de la pluma del apóstol Pablo. El primero de ellos se encuentra en su carta a los santos de la congregación de Roma, en un pasaje en que dice a estos:
Esta es la exigencia de la fe que proclamamos: que si confesares con tu boca a Yahweh Jesús y creyeres en tu corazón que Dios lo levantó de entre los muertos, serás salvo; ya que con el corazón se cree en pos de justificación, pero con la boca se confiesa para salvación. (Romanos 10:8-10)
Esto último de que con la boca se confiesa para salvación es, nuevamente, de parte de Pablo, una más que clara alusión a lo que se lee en el libro del profeta Joel. Y aunque nuevamente citaré aquí desde el hebreo, estoy seguro de que ustedes se cuidarán de tener muy en cuenta lo dicho más arriba acerca del uso del término κύριος (señor) en reemplazo del nombre Yahweh por parte de los traductores del Antiguo Testamento al griego de la Septuaginta, ya que tal es también el caso en este otro ejemplo. Dice, entonces, Joel:
Y sucederá que todo aquel que invocare el nombre de Yahweh será salvo, porque en el monte de Sión y en Jerusalén habrá liberación —tal como lo dijera Yahweh—, así como también entre el remanente al que Yahweh convocare. (Joel 2:32)
¿Será que Pablo estaba equivocado? ¿O será, más bien, como dicen muchos ignorantes e insolventes hijos o nietos del cristianismo histórico convertidos hoy en auténticos perritos falderos de los rabinos —quienes a su vez son los descendientes espirituales de los escribas y de los fariseos—, que Pablo era un mentiroso y un pervertidor de la enseñanza original de los apóstoles que caminaron junto a Jesús? ¡Claro que no! Pablo ni estaba equivocado ni era un mentiroso: muy por el contrario, ¡era un hombre lleno del espíritu de Dios! El caso aquí es muy otro; y su formulación se encuentra, de hecho, en el último testimonio que ofreceré aquí sobre la identidad de Jesucristo, Y es que, en efecto, así escribió también el apóstol Pablo a los corintios en su primera carta a ellos:
Ustedes saben que cuando estaban entre las naciones, según eran ustedes guiados, eran arrastrados hacia los ídolos mudos. Por lo tanto, les hago saber que nadie que hable por el espíritu de Dios dice “Jesús es un maldito”; y que nadie puede tampoco decir “Yahweh Jesús” si no es por el espíritu santo. (1 Corintios 12:3)
Todo esto que aquí les he presentado en la forma de testimonios de las Escrituras que ha inspirado el propio espíritu de Dios en la pluma del apóstol Pablo luego de hacerlo en la de Isaías y Joel es, creo yo, bastante sencillo de resumir. En su amor por la humanidad, Yahweh Dios —el mismo que creó los cielos, la tierra y los mares y que creó a los propios seres humanos— se hizo un mero ser humano y padeció una infamante y tortuosa muerte de cruz a fin de que su propia sangre fuese la propiciación por los pecados de todo el mundo, luego de lo cual resucitó y regresó al lugar de su gloria en los cielos. ¿Habrá acaso una demostración de amor más grande que esta? No en vano dice también Pablo:
Siendo nosotros aún débiles, según un tiempo señalado, un Cristo murió por los impíos. A duras penas moriría uno por un justo; aunque supongamos que alguno se atreviese a morir por el bueno. Sin embargo, Dios prueba su amor por nosotros en que, aun siendo pecadores, un Cristo murió por nosotros. (Romanos 5:6-8)
¿Pero por qué habré asumido hoy la tarea de decirles todo esto en el marco de esta serie mía llamada «Las buenas nuevas»? Por una razón muy sencilla: porque las buenas nuevas de Jesucristo sólo han sido parcialmente entendidas y creídas por la cristiandad desde al menos los días en que se estableciera la Iglesia Católica de Roma, en el siglo cuarto de nuestra era. Y también, porque nadie que no tenga en claro quién es en verdad Jesucristo podrá siquiera recibir las buenas nuevas que aun restan ser anunciadas en los días por venir, ya muy pronto, cuando comenzarán a recorrer el mundo para testimonio a todas las naciones, antes de que la presente era llegue a su fin.
Esta es, entonces —tal como dijera Pablo—, la exigencia de la fe que proclamo desde aquí. Por lo tanto, quien no estuviese dispuesto a tomar sobre sí esta exigencia, nada tendrá que hacer con la próxima entrega de esta serie.