Hace ya dos mil años, vuelto del desierto a Galilea, Jesús comenzó a anunciar el cumplimiento de un tiempo y la cercanía del reino de Dios. ¿Pero qué sentido podrían tener hoy tales cosas para muchos que, desorientados y cansados, sienten que todo tiempo ha llegado definitivamente a su fin?
En la entrega anterior de esta serie di una respuesta tan breve como contundente —fiel y verdadera; por ende, segura— a la pregunta “¿Quién es Jesucristo?”. Quien quiera que haya leído lo que escribí allí, debería tener muy presente, de aquí en más, todas y cada una de las cosas que dijo Jesús, este mismo Jesús que, regresado a Galilea luego de su bautismo en el Jordán y de su estada de cuarenta días en el desierto, comenzó a anunciar:
El tiempo se ha cumplido y se ha acercado el reino de Dios: arrepiéntanse y crean en las buenas nuevas. (Marcos 1:15)
Yo ya he dicho también en otra parte que para creer en las buenas nuevas es preciso arrepentirse de la iniquidad en la que hemos vivido durante siglos y siglos. En otras palabras: las buenas nuevas que serán anunciadas con poder en los días por venir y la iniquidad son mutuamente excluyentes, es decir que no pueden convivir en el corazón humano. Y es que quien crea de corazón en las buenas nuevas se arrepentirá, ipso facto, de su iniquidad; y al revés, quien no se arrepienta de su iniquidad, combatirá las buenas nuevas con todos los medios que tenga a su alcance, aun cuando al hacerlo deba ir contra todos los testimonios de los escritos proféticos y se vea, así, luchando contra el propio Jesucristo, que es el Dios verdadero (1 Juan 5:20). Déjenme decirles que, personalmente, bajo ninguna circunstancia querría yo encontrarme en semejante situación, especialmente si fuese yo alguien que se jacta de su cristianismo…
Pero hoy querría referirme —también muy brevemente— a las primeras de aquellas palabras de Jesús que vengo de citar; querría, dicho de otra forma, referirme a la cercanía del reino de Dios en relación con el tiempo o, lo que es aquí lo mismo, con los tiempos de Dios. Porque es el caso que Dios tiene un propósito —es decir, un plan— para toda su creación, en la cual la humanidad tiene el lugar central.
Ahora bien, increíblemente, muchos de quienes dicen conocer a Dios no saben siquiera que él tiene un plan. Y al decir que Dios tiene un plan me refiero, además, a un único plan. Los hombres mortales, claro, se ven obligados a adoptar siempre un plan B, ya que viven inmersos en el mundo de las contingencias y de los imponderables. Pero no creo que sea necesario que aclare aquí que Dios no es un hombre mortal y que su plan es único y perfecto.
Hay, sin embargo, ciertos elementos en común entre el plan de Dios y no importa qué plan humano. Uno de tales elementos son las metas y los objetivos a ser cumplidos dentro del mismo; el otro, los tiempos en que tales metas y objetivos deben cumplirse. Esto, creo yo, es algo bastante sencillo de entender por cualquiera. Y aún así, pocos son los que retienen este asunto en su corazón una vez que lo han entendido. ¿Por qué?
Sucede que un alma humana normal está rodeada de muchas cosas que tienden a distraerla respecto de todas las implicancias de que Dios tenga un plan que supone ciertos tiempos para el cumplimiento de su meta suprema. ¿Y cuál es esta meta suprema sino la reconciliación de todas las cosas en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra, esto es: la reconciliación de todas las cosas en, por y mediante el Cristo?
Lo que acaso sea más difícil de aceptar para algunos es que Dios mismo ha hecho a la humanidad con una ceguera innata respecto de la totalidad de su plan. Esto es exactamente lo que dice el libro del Eclesiastés en un pasaje que no ha corrido la mejor de las suertes entre los traductores. Leemos allí:
He visto la mucha ocupación que Dios ha dado a los seres humanos para distraerlos con ella: él ha hecho hermosa a la totalidad en su propio tiempo; pero también ha puesto en sus mentes lo que es continuo de manera de que no descubra la humanidad la obra que Dios ha hecho desde un comienzo y hasta el fin. (Eclesiastés 3:10,11)
Lo que es contínuo debería entenderse aquí como lo que es contínuamente igual a sí mismo. Piensen un poco y verán que tal es la percepción natural de quienes vivimos sobre la tierra. Aún los cambios de todo lo que nos rodea son cícliclos, están hechos de ciclos que se repiten una y otra y otra vez: la noche sigue al día y éste nuevamente a la noche, la cual termina con el alba de un nuevo día; a la primavera la sigue el verano, el cual es a su vez seguido por el otoño, el cual luego cede su lugar al invierno, a cuyo final comienza otra primavera, y así sin solución de continuidad. Creo que con estos ejemplos podrán ustedes entender bien de qué está hablando el pasaje del Eclesiastés que vengo de citar...
Ahora bien, tal como también puede leerse en la carta «A los hebreos», la fe consiste, precisamente, en creer a declaraciones como esta que se lee en el Eclesiastés. Yo incluso diría que es con este mismo pasaje que acabo de citar que se relacionan directamente estas palabras en dicha carta:
Por la fe entendemos que las eras fueron concertadas por un mandato de Dios, de manera que lo que no es evidente ha surgido de las cosas que han sido vistas. (Hebreos 11:3)
Cuando se combinan ambos pasajes aquí citados —el del Eclesiastés y el de la carta «A los hebreos»— se entiende muy bien que aquello que no es evidente son las eras que Dios ha preparado de antemano para llevar adelante su plan. Y se entiende, igualmente, que es sólo por la fe que da el propio Dios mediante su espíritu que tal cosa podría tener lugar en no importa quién. Sólo aquellos a los que Dios ha señalado de antemano pueden considerar todas estas cosas con auténtica seriedad, con una seriedad que supere la arrolladora fuerza de los quehaceres que siempre han agobiado y distraído a los seres humanos, según el propio designio de Dios.
Por mi parte, yo aquí me he dirigido a aquellos que tienen celo por Jesucristo, aun a aquellos cuyo celo no tiene un fundamento sólido en los procedimientos de la justicia de Dios, sino en los procedimientos de la propia justicia que se han procurado los hombres, tal como lo dice Pablo al comienzo del capítulo diez de su carta a los Romanos. Sin embargo, ahora querría dirigirme más directamente a aquellos que no se perciben a sí mismos como personas de fe, a aquellos a quienes los religiosos de toda rama histórica del cristianismo pueden haber desalentado con sus confusas enseñanzas respecto de Dios, de sus tiempos y, sobre todo, de su grande y gloriosa meta final para toda la humanidad.
Me dirijo aquí muy especialmente a quienes se encuentran muy cansados de ir de aquí para allá en sus muchas ocupaciones diarias como para ponerse siquiera a pensar en aquello que Dios ya ha hecho desde un comienzo mediante su Palabra a fin de que se manifestase en su debido tiempo, el cual está ya muy cercano. Es a ellos —a ustedes— a quienes les digo aquí: el tiempo se ha cumplido y el reino de Dios se ha acercado; crean, por lo tanto, en las buenas nuevas que esto implica; y crean, sobre todo, en aquello que Dios mismo hará pronto sobre la tierra, algo que para nadie pasará desapercibido. Si ustedes me acompañasen a lo largo de esta serie que publico aquí, tendrán, creo yo, algunas pistas más acerca de qué esperar de todo ello…
En cuanto a mis lectores cristianos, a quienes creen tener las llaves del reino de Dios —ya sea en el Vaticano o en una biblia de cuarto de motel—, a ellos querría preguntarles: ¿hasta cuándo van a pretender que tienen una segura palabra de esperanza para dar a aquellos que hoy se sienten abatidos y temerosos frente a lo que ha venido sobre todo el mundo hace ya dos años y medio? En sus días, el apóstol Pablo dijo muy claramente:
Si la trompeta diere un sonido ambiguo, ¿quién se preparará para la batalla? (1 Corintios 14:8)
¿Y qué otra cosa sino un sonido ambiguo es lo que emite toda trompeta cristiana hoy? Es de esto —precisamente de esto— que en su tiempo profetizó Ezequiel al decir, sobre nuestros días y muy especialmente sobre todos los que se llaman a sí mismos cristianos y no pueden parar de repetir a otros todos los mantras que se han aprendido a fin de no prestar jamás, ellos mismos, oído al auténtico espíritu de Dios que habla a través de la profecía, es decir, de todas las Escrituras, ya que todas ellas son profecía:
Tocaron la trompeta y todo está listo; pero no hay quien se encamine a la batalla, porque mi ira está sobre toda la multitud. (Ezequiel 7:14)
Y es que lo entiendan o no, lo quieran entender o no, los cristianos ignoran los hechos primeros de la justicia de Dios: ¿y cómo, entonces, irían a conocer los últimos, vinculados directamente con aquellos? Y en tal caso, también, ¿en base a qué y con que clase de convicción irían a responder al sonido de la trompeta que anuncia los hechos últimos cuando ni siquiera han entendido bien los primeros?
Es de estos hechos primeros que el Señor hablaba al regresar a Galilea desde el desierto hace dos mil años, llamando a arrepentirse y a creer en las buenas nuevas. Y así, ustedes, los que dicen tener el espíritu de Dios viviendo en ustedes, deberían asegurarse de que la iniquidad de siglos —de la cual, créanme, deberían arrepentirse cuanto antes— no los haya endurecido respecto de los asuntos fieles y verdaderos de Dios. No sea cosa que, en el caso contrario, vaya a caber a ustedes esta norma general que rige a la humanidad carnal:
No hay recuerdo de los hechos primeros, ni tampoco de los que son habrá recuerdo con los que estén para el final. (Eclesiastés 1:11)
Es entonces que para terminar estas líneas alzo la voz para decir nuevamente a todos quienes vayan a leeras —cristianos, agnósticos e incluso ateos—, lo que el Señor dijo hace ya dos mil años:
El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios se ha acercado; arrepiéntanse y crean en las buenas nuevas.
¿Y no debería considerar, entonces, luego de lo dicho hoy aquí, que los lectores de estas líneas ya están todos debidamente avisados?