4. La iniquidad en que vivimos, 1

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Las buenas nuevas que serán anunciadas en los días que vienen como preludio del final de esta era sólo podrían ser dichosamente recibidas de darse también un arrepentimiento respecto de la iniquidad. ¿Pero cómo arrepentirse de esta, cuando ni siquiera se sabe en qué consiste ni qué la ha constituido?


 

Tal como ya he dicho en la entrega anterior de esta serie, nadie que provenga de una familia cristiana puede hoy sacar los pies del plato de la situación en la que Dios mismo ha puesto al mundo en general y a las naciones de Occidente y de sus arrabales en particular. Esto, que vale por los que ya hace mucho se han declarado ateos o simplemente agnósticos o incluso que han incurrido en cualquier tipo de práctica ocultista venida o traída de no importa dónde, atañe especialmente a aquellos que aún se dicen cristianos por mera tradición familiar o cultural. Es a estos que querría hablar muy especialmente en estas líneas, así como también a los que aun siguen dirigiéndose a Jesucristo diciéndole “Señor, Señor”…

Ahora bien, ¿cómo comenzó Jesús a anunciar las buenas nuevas? El evangelio de Marcos nos dice que al volver a la Galilea luego de su estada de cuarenta días en el desierto —al que a su vez lo había impelido el Espíritu mismo a fin de ser puesto a prueba por Satanás—, Jesús comenzó a anunciar las buenas nuevas diciendo:

El tiempo se ha cumplido y se ha acercado el reino de Dios: arrepiéntanse y crean en las buenas nuevas. (Marcos 1:15)

¿No resulta muy claro, entonces, que existe un vínculo directo entre el arrepentimiento y la aptitud para creer en las buenas nuevas de que el reino de Dios se ha acercado, lo cual quiere decir que han comenzado a cumplirse las promesas que Dios hiciera a su pueblo, comenzando por Abraham, Isaac y Jacob y culminando por aquellos de entre las demás naciones que a lo largo de casi dos mil años han puesto su fe en Dios por medio de Jesucristo?

Pero precisamente, luego de casi dos mil años, ¿qué es lo que ha ocurrido con las promesas de Dios implícitas en aquellas palabras de Jesús? ¿Es que alguno de ustedes, mis lectores, podría afirmar en buena conciencia, sin titubear y hasta el fin, que dichas promesas de Dios se han cumplido? ¿No ha ocurrido, en verdad, más bien todo lo contrario? Porque lo que comenzó a suceder hace ya bastante es que los hijos de aquellos que entre las naciones habían creído en las buenas nuevas de Jesucristo han colmado su medida de incredulidad. Y no sólo han colmado su medida de incredulidad, sino también su medida de ignorancia, ya que sin saberlo han dado cumplimiento a aquellas palabras del apóstol Pedro en su segunda carta:

En lo último de los días vendrán burladores viviendo según sus propios apetitos y diciendo: “¿Dónde está la promesa de su venida? Porque desde que los patriarcas han dormido todas las cosas siguen tal como al principio de la creación.” (2 Pedro 3:3,4)

Todos estos burladores han resultado ser no sólo ignorantes de su pasado —es decir, de su historia— sino incluso de su propio presente. Pero si tal cosa es la que ocurre invariablemente, más tarde o más temprano, con aquellos que viven siguiendo siempre sus propios apetitos, ¿qué decir de aquellas masas cristianas cuyos incontables apetitos han sido inducidos y cultivados por sus dominadores, tal como durante décadas ha venido siendo el caso en las moribundas naciones del mundo occidental y de sus arrabales? En tal caso, a la ignorancia que define a estas masas se ha de agregar la insolvencia. ¿Y no es esta insolvencia la que Dios mismo ha puesto finalmente de manifiesto enviando sobre todos nosotros este estado de cosas presente al que, por razones de brevedad, en el marco de esta serie he venido llamando psicopandemia?

¡Ah, ya me parece escuchar a estos mismos ignorantes e insolventes que dicen creer aun en Jesucristo! Los escucho diciéndome: “¡Pero es que no fue Dios quien envió todo este horror sobre nosotros, sino sus enemigos!” Todos ellos creen lo que dicen; creen, en otras palabras, que Dios puede ser rivalizado por alguien o por algo, ya sea en el cielo o sobre la tierra. ¡Ellos creen, incluso, que pueden estar en buenos términos con Dios creyendo eso! ¿Cómo, entonces, no iría yo a llamarlos aquí ignorantes e insolventes?

A quienes, leyendo estas líneas, se identificasen mínimamente con lo que aquí estoy diciendo, les digo: ¡arrepiéntanse! ¡Miren a sus hijos y a los hijos de sus hijos! ¡Ellos no solamente no esperan ya nada, sino que ni tan siquiera desean esperar! ¡Ni tampoco sabrían ya qué esperar o en qué términos hacerlo! ¡No tienen ya fuerzas de ningún tipo más que para encaminarse al matadero al que sus señores los están conduciendo, tal como desde hace tiempo han venido conduciéndolos a ustedes, a sus padres y a los padres de sus padres! Es precisamente a esta combinación de impotencia y de apatía frente a todo y a todos a lo que me refería yo en una entrega pasada a la que titulé «El grado cero del amor». Y es, en verdad, a unos y a otros —tanto a quienes ansían volver a Dios como a quienes ni siquiera tienen ya fuerzas para ansiar a un Dios que sus padres les han negado desde siempre—, es a todos a quienes digo hoy: ¡arrepiéntanse y crean en las buenas nuevas! O más precisamente: arrepiéntanse para poder creer en las buenas nuevas que serán anunciadas en los días por venir…

Puede que aquellos a los que estas palabras mías hayan tocado siquiera un poco me digan, con una sinceridad nacida de la buena voluntad: “¿Pero de qué arrepentirse? ¿Es que acaso Jesucristo no ha cubierto con su sangre nuestros pecados?” Y yo les diré que Jesucristo ha hecho algo más que cubrir los pecados de quienes aun lo llaman “Señor” sin siquiera saber muy bien lo que esto en verdad significa y todo lo que implica: él es, de hecho, la propiciación por los pecados de todo el mundo (1 Juan 2:1,2). Sin embargo, ¿irá a creer alguno que el Señor hará efectiva su reconciliación por los pecados de todos en quienes hoy no estén dispuestos a arrepentirse de su vida de pecado? ¿Y cuál es esta vida de pecado? Es a esto, precisamente, a lo que quiero referirme en estas líneas.

El apóstol Juan ha dicho muy claramente cuál sería el pecado que iría a permanecer entre el pueblo de Dios aún luego de venido éste como un hombre y luego de derramada su sangre para cubrir sus pecados y los pecados de todo el mundo. Dice, en efecto, Juan en su primera carta:

Todo aquel que produce el pecado produce también la iniquidad, ya que el pecado es la iniquidad. (1 Juan 3:4)

La palabra que aquí he traducido del griego como iniquidad es ἀνομία (anomía), la cual señala un estado de ignorancia de la instrucción o ley de Dios según se la encuentra en las Escrituras. Sin embargo, no es esta la única palabra que ha de traducirse como iniquidad, ya que también se ha de hacer lo propio con ἀδικίας (adikías), término que propiamente significa injusticia. En realidad, ambos términos griegos tienen como sustrato el desconocimiento —voluntario o involuntario— de la justicia de Dios y de los procedimientos de dicha justicia para la justificación de todos y cada uno de los seres humanos que alguna vez han nacido sobre la tierra.

Es exactamente de esta misma iniquidad de la que Pablo en verdad hablaba en su carta a los santos de la congregación de Roma, a quienes dijera, en referencia a los judíos que en sus días habían rechazado a Jesús como Cristo y que se oponían al anuncio de sus buenas nuevas entre las demás naciones:

Hermanos, el deseo de mi corazón y mi oración a Dios por Israel es para salvación. Pues yo les testifico a ellos que tienen fervor por Dios, aunque no conforme a un conocimiento preciso. Ya que, ignorando el procedimiento de la justicia de Dios y yendo en pos de establecer su propio procedimiento, no se atienen a la justicia de Dios. Ya que el fin de la ley es un Cristo, para justificación a todo el que cree [en él]. (Romanos 10:1-4)

¿Y no es exactamente este estado de cosas descripto aquí por Pablo respecto de los judíos que se apegaron a sus tradiciones humanas aquello que los cristianos de toda rama, denominación y secta han perpetuado desde la constitución como tal de la Iglesia Católica de Roma, hace ya diecisiete siglos? De hecho, este último acontecimiento sólo podría explicarse como el final de un proceso de degradación y de olvido de todo aquello que en el siglo primero habían enseñado los apóstoles a las congregaciones acerca del reino de Dios y de la forma en que sus miembros debían esperarlo.

El caso es que aquellos que hoy se consideran cristianos por mera tradición familiar o cultural —siendo, en realidad, hijos de alguna tradición humana surgida a espaldas de la auténtica justicia de Dios y de sus procedimientos— no saben siquiera de la importancia suprema que en las Escrituras tienen los testimonios a la hora de asegurarse uno de estar caminando rectamente en el camino que Dios mismo ha establecido mediante sus siervos, los profetas y los apóstoles. Pero yo les diré aquí mismo que si dos o tres declaraciones de los libros santos coinciden en su testimonio respecto de no importa qué cosa, pueden ustedes estar seguros de que la misma es un asunto firme de parte de Dios, un asunto que ni la humanidad cristiana, ni la anticristiana ni nadie podrá doblegar, sino que quedará incólume hasta su pleno cumplimiento. Y es el caso, también, que estas palabras de Pablo que vengo de citar arriba no hacen más que reformular aquello mismo que ya dijera Jesús a unos galileos que lo buscaban sólo porque antes los había alimentado milagrosamente. Así lo registra el evangelio de Juan:

Jesús respondió, diciéndoles: […] “Obren, no por la comida que perece, sino por la comida que permanece en pos de la era [que viene], la cual el Hijo del Hombre les dará, pues a este el Padre pone el sello de Dios”. Le dijeron entonces: “¿Qué haremos para obrar las obras de Dios?” Respondió Jesús, diciéndoles: “Esta es la obra de Dios: que crean en aquel que él envía”. (Juan 6:26-29)

Ya ven, entonces, por dónde pasan las cosas respecto de qué es lo que agrada a Dios y de qué es lo que no le agrada. Agreguemos que hablar acerca de Dios y no agradar a Dios es ya hoy, a estas alturas, desagradarle mucho. Y digamos también que persistir en ese desagradar a Dios será, en los días por venir, fatal para quien insista en ello hasta el fin.

Les digo la verdad: no son muchas las veces en que me verán a mí sudando para que alguien crea en lo que le estoy diciendo. Pero yo les aseguro, con toda la solemnidad de la que soy capaz, que esto que aquí les digo tendrá su exacto y pleno cumplimiento. Y lo tendrá, sencillamente, porque así lo dicen todos los testimonios de las Escrituras, testimonios a los que se agregan los del propio Espíritu, que es el que ha inspirado esas mismas Escrituras en los siervos que las registraron hace ya miles de años para que llegasen hasta nosotros.

¿Qué es, entonces, la iniquidad? ¿Y por qué aun luego de casi dos mil años de venido Dios en la forma de un hombre a cubrir los pecados de todo el mundo con su propia sangre habría de ser este el tema principal de nuestros días y de los días por venir? Ante todo, porque vivir en la iniquidad no es lo mismo que cometer un pecado. Y es que aun si alguno estuviese viviendo de acuerdo a la justicia de Dios, todavía pecaría contra la letra de la ley. ¿Acaso no dice esta “No codiciarás”? Y sin embargo, a los seres humanos de carne y sangre les resulta imposible no codiciar nada nunca; ¡muy por el contrario: los seres humanos viven codiciando todo tipo de cosas siempre o casi siempre! Y siendo así, ¿acaso se habrá equivocado Dios al prohibir a su pueblo toda clase de codicia, sabiendo que le era imposible a este cumplir con ello? ¿Será que Dios ha sobreestimado a los seres humanos? ¡Claro que no! Sencillamente, al ordenar a la humanidad aquello que esta no puede de manera alguna cumplir por sus propios medios, Dios indica a la humanidad el camino de su propia y soberana justicia, tal como lo dice Pablo en su carta a los romanos y tal como él mismo, el Señor, lo ha dicho en el pasaje del evangelio de Juan de las que aquellas palabras de Pablo que he citado más arriba sirven de testimonio complementario.

El Señor Dios conoce, entonces, muy bien a la humanidad por la cual murió y resucitó: él salvará y no fallará en salvar a todos y cada uno de los seres humanos a los que creó con tanto amor y esmero. Esto, claro, será con cada cual en su debido tiempo, tal como también está escrito. Y aun así, mientras tanto…

Mientras tanto, yo me dirijo aquí a aquellos que descienden del cristianismo occidental, sin importar de qué especie sea este o en qué medida vean esta su descendencia del mismo con buenos o con malos ojos, ya sea que la amen o ya que la detesten con toda su alma. Y lo que hoy quería decir a todos ellos —es decir, mis lectores, a todos ustedes— es lo siguiente: más que nunca antes en toda la historia, el reino de Dios se ha acercado. Comiencen ahora a creer en estas buenas nuevas, que en los días por venir serán anunciadas con auténtico poder de lo alto, puesto que hay una gran recompensa en ello.

Pero sepan, también, que la iniquidad en la que sus ancestros han vivido y en la que ustedes mismos continúan viviendo es el auténtico candado para el entendimiento de estas mismas buenas nuevas. O bien, lo que viene a ser lo mismo: la iniquidad es aquel último candado que trabará para ustedes la puerta de entrada al reino de Dios, ya cada vez más cercano a manifestarse visiblemente sobre la tierra.

Aun tengo más para decir acerca de esta iniquidad en que vivimos y en que hemos vivido siempre. Y es exactamente esto lo que haré en la próxima entrega de esta serie...

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