5. La iniquidad en que vivimos, 2

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Podría decirse que nada hay mejor, para precisar el sentido de las palabras que componen el Nuevo Testamento, que dirigirse a sus fuentes. Esto resulta especialmente cierto cuando se trata de dilucidar la quintaesencia de la iniquidad, sin arrepentirse de la cual nadie verá la vida de la era venidera.


 

En la entrega anterior de esta serie decía yo que la palabra iniquidad suele traducir al español no uno, sino dos sustantivos griegos —ἀνομία y ἀδικίας—, al tiempo que explicaba brevemente el sentido de ambos términos dentro del marco del Nuevo Testamento. Pero hoy voy a ocuparme, también en forma breve, del único término hebreo del Antiguo Testamento que inequívocamente ha de traducirse iniquidad y al que el texto de la Septuaginta traduce, precisamente, recurriendo a los dos términos arriba mencionados. Dicho término es el sustantivo עון (auón) y el significado de su raíz me dará el pie para precisar la sustancia misma de la iniquidad que aqueja al cristianismo desde hace cuando menos diecisiete siglos.

En efecto, la raíz verbal del término hebreo mencionado es עוה (auáh) y su sentido, creo yo, hablará aquí por sí mismo: doblar, torcer, distorsionar, de donde también pervertir. Esto quiere decir que el sustantivo עון —al que el griego de la Septuaginta y del Nuevo Testamento traduce como ἀνομία y ἀδικίας— significa torcedura, distorsión o perversión.

¡Ahí lo tienen! La iniquidad es una torcedura, una distorsión y una perversión de la justicia de Dios tal como se la encuentra en su instrucción, es decir, en los cinco libros que Moisés registrara inspirado por el propio espíritu de Dios y que dan inicio a la colección de libros del Antiguo Testamento. Implica, por lo tanto, una ausencia de instrucción o ley y una injusticia, siendo la primera la causante de la segunda y siendo esta, a su vez, un refuerzo de aquella, puesto que una vez que la justicia de Dios y sus procedimientos para la justificación y la salvación de la humanidad se pierden de vista, lo que se crea es un vacío que es rellenado con las tradiciones humanas.

Los evangelios mismos cuentan, en este último sentido, con ejemplos de lo más contundentes, casi siempre en vínculo directo con las enseñanzas de los escribas y de los fariseos, así como también de los saduceos. La existencia misma de estas dos sectas —la de los fariseos y la de los saduceos— es una evidencia irrefutable de la proliferación de tradiciones humanas entre el pueblo de Dios desde tiempos muy remotos. Y el caso es que dichas tradiciones no sólo han sido y siguen siendo completamente ajenas a la justicia de Dios sino incluso contrarias y, en no pocos casos, hostiles a la misma.

Creo que bastará aquí con que cite in extenso un pasaje del evangelio de Marcos para ilustrar a qué me refiero al decir esto último. Helo aquí:

Se juntaron [a Jesús] los fariseos y algunos de los escribas venidos desde Jerusalén, los cuales, viendo a algunos de sus discípulos comer pan con las manos sucias —es decir, sin lavar— los consideraban culpables. (Porque los fariseos y todos los judíos, estando aferrados a la tradición de los ancianos, no comen a menos que se hayan lavado las manos muchas veces) […] Preguntaron entonces [a Jesús] los fariseos y los escribas: “¿Por qué tus discípulos no andan de acuerdo con la tradición de los ancianos, sino que comen el pan con las manos sucias?” Y respondiéndoles él, les dijo: “¡Bien profetizó Isaías a propósito de ustedes, hipócritas! ¡Tal como está escrito: ‘Este pueblo me honra de labios, pero su corazón está lejos de mí; porque en vano me honran mientras enseñan como doctrinas mandamientos humanos’! ¡Ya que, desentendiéndose del mandamiento de Dios, ustedes se aferran a las tradiciones humanas: el lavado de los jarros y de los vasos! ¡Y hacen muchas otras cosas semejantes a estas!” Les decía también: “¡Bien se desentienden ustedes del mandamiento de Dios a fin de observar su propia tradición! Porque Moisés dijo: ‘Honrarás a tu padre y a tu madre’ y ‘el que maldiga al padre o a la madre morirá sin remisión’. Pero ustedes dicen: ‘Si alguno dijese al padre o a la madre: todo aquello con lo que yo podría serte de ayuda es corbán [es decir, una ofrenda]...’ ¡Y luego ya no le permiten al tal hacer más nada por su padre o por su madre, volviendo así nulo el mandamiento de Dios con la tradición de ustedes que se han transmitido! ¡Y hacen también muchas cosas semejantes a estas!” (Marcos 7:1-3, 5-13)

Cualquiera que fuese a leer esta extensa cita mía podrá entender, entonces, sin problema alguno, no sólo lo que es la iniquidad sino también cuál es su elemento constitutivo por excelencia, su quintaesencia. Se trata, en breve, de un íntimo y absoluto desprecio de toda instrucción de Dios, propiciado por una igualmente intima rebelión contra él y contra la esencia misma de todas las cosas que él ha dispuesto, a todo lo cual suele sumarse la hipocresía de los religiosos de toda laya, quienes suelen empeñarse en revestir todo ello de su contrario, es decir, de un ferviente amor a Dios y de una estricta observancia de su instrucción.

A fin de que ustedes, mis lectores, tengan una idea del tipo de retorcimiento, de distorsión y de perversión que los escribas y los fariseos practicaron durante siglos respecto de la instrucción de Dios dada a través de Moisés, no estará mal que les cite aquí un pasaje del Talmud, una copiosa colección de volúmenes que registra por escrito lo que en los días de Jesús era solamente enseñado oralmente, no otra cosa que la “tradición de los ancianos” mencionada por Jesús en el pasaje del evangelio de Marcos que reproduzco arriba. El Talmud es, desde luego, la carne y la sangre del judaísmo presente, el cual desciende directamente de aquellos mismos escribas y fariseos con los que departía Jesús.

Ahora bien, antes de citarles el pasaje del Talmud al que me refiero, permítanme primero hacer lo propio con dos pasajes del libro del Levítico, dedicado a todas las cosas atinentes al culto de Dios, a fin de que ustedes mismos puedan ver con toda claridad por qué la iniquidad es una perversión abominable de la justa instrucción de Dios a su pueblo. He aquí los dos pasajes a los que me refiero:

No des a alguien de tu prole para ofrecerlo a Moloc, ni profanes el nombre de tu Dios; yo soy Yahweh. (Levítico 18:21)

Y también:

A cualquiera de entre los descendientes de Israel o de entre los extranjeros que residen en Israel que dé a alguien de su prole a Moloc, ciertamente se le dará muerte. El pueblo de la tierra lo matará a pedradas. Yo pondré mi rostro contra el tal y lo cortaré de entre su pueblo, porque ha dado de su prole a Moloc, contaminando así mi santuario y profanando mi santo nombre. Pero si el pueblo de la tierra cerrase sus ojos con respecto al tal cuando él ofreciere a alguien de su prole a Moloc y no le diese muerte, entonces yo mismo pondré mi rostro contra el tal y contra su familia y lo cortaré de entre su pueblo, a él y a todos los que con él se prostituyan… (Levítico 20:2-5)

Y he aquí, ahora, en qué burla transformaron los escribas y los fariseos esta misma prohibición de Dios respecto de ofrecer en sacrificio a los propios hijos en honor de Moloc, la horrible deidad cananea a la que los señores del mundo occidental continúan adorando de maneras inconfesables hasta el día de hoy. Se trata de un pasaje del Tratado Sanedrín —uno de los tantos que componen el Talmud de Babilonia—, el cual dice:

Aquel que ofrece su prole a Moloc no incurre en castigo alguno a menos que lo entregue a Moloc haciéndolo pasar por el fuego. Si la ofrece a Moloc pero no la hace pasar por el fuego, o viceversa, no incurre en ninguna pena, a menos que haga ambas cosas. (Sanedrín 64a)

Es el mismo espíritu de indómita rebelión que ha alentado a este tipo de perversiones aberrantes de la instrucción de Dios por parte de los escribas y de los fariseos el que ha guiado siempre al judaísmo, el mismo espíritu que ha cuajado en las siguientes palabras del rabino Geoffrey Dennis en el prólogo de una obra enciclopédica que este publicara acerca de los mitos, la magia y el misticismo judaicos, es decir, precisamente acerca de todas aquellas cosas en contra de las cuales Dios ha advertido claramente en su instrucción:

Virtualmente toda forma de misticismo y espiritualismo occidental conocida en el presente se reviste de las enseñanzas míticas y ocultistas judaicas: la magia, la angelología, la alquimia, la numerología, la proyección astral, los amuletos, los estados alterados de conciencia, la sanación alternativa y los rituales de poder, todos tienen sus raíces en el ocultismo judaico. (prólogo a The Encyclopedia of Jewish Myth, Magic, and Mysticism, 2007)

Es aquí, tal vez, donde muchos cristianos me dirán que todo esto nada tiene que ver con el cristianismo, en cuyo seno jamás se ha dado una perversión tan grande de la instrucción de Dios. ¿Pero será cierto esto? ¿Quiénes son, entonces, los que recibieron con los brazos abiertos en el mundo occidental estas y otras tradiciones esotéricas legadas por el judaísmo? ¿No han sido los cristianos de toda rama, denominación y secta que precedieron a los actuales? ¿Y acaso no venían aquellos pervirtiendo ya, una y otra vez durante siglos, apelando a los argumentos más falaces, cosas tan claras como la prohibición de hacerse cualquier estatua o semejanza alguna de lo que está en el cielo, en la tierra o debajo de la tierra, así como también de servirlas o tan siquiera reverenciarlas (Éxodo 20:4,5)?

Pero es entonces que vendrán otros tantos evangélicos a decirme que ellos abandonaron el catolicismo en el que habían nacido y crecido para volverse a la estricta observancia de las Escrituras, dejando atrás cosas como el culto de las estatuas, de María y de los santos, etc., etc., etc. Sin embargo, lo que ninguno de estos querrá reconocer es que en su “estricta observancia de las Escrituras” pervierten otras tantas cosas de la instrucción de Dios y de su justicia. ¡Estos últimos incluso consideran como parte del pueblo de Dios a quienes no ven problema alguno en discutir la forma lícita de adorar a Moloc o de pasar a los hijos por el fuego o en la invocación de toda clase de demonios! ¿Y no es también el espíritu protestante el que ha dado a luz incontables sectas, siempre en su “noble” búsqueda de una cada vez más “estricta observancia de las Escrituras”, hundiéndose así, hasta lo más profundo, en el barro de la iniquidad? Ahí tienen, como ejemplo de una de tales sectas, la de los adventistas, quienes, dado el énfasis que ponen en él, parecerían ver en la observancia literal del descanso del sábado el no va más de la justicia de Dios. ¿Pero qué es, sin embargo, lo que ha dicho sobre esto mismo el apóstol Pablo, cuyas cartas todos estos adventistas reconocen como inspiradas por el mismísimo espíritu de Dios? Helo aquí:

Que nadie los juzgue respecto [del] sábado, [el] cual es una sombra de lo que viene; pero el cuerpo es del Cristo. (Colosenses 2:16,17)

Según lo escrito por Pablo a los colosenses bajo la inspiración del Espíritu, el día sábado es “una sombra de lo que viene”. Esto, desde luego, se corresponde absolutamente con aquel otro dicho de Jesús, en el sentido de que el Hijo del Hombre —dicho de otra forma, el Cristo— es también señor del sábado (Mateo 12:8, Marcos 2:28, Lucas 6:5). ¡Pero vaya alguno de ustedes a convencer a un adventista empedernido de que está observando apenas una sombra de lo que viene, al tiempo que está sentenciando en su mente como culpable a quien no observa dicha sombra! Y vaya alguno de ustedes, también, a hacer entender a quien se encuentre ciego por su propia iniquidad el sentido preciso de la plena correspondencia de las palabras de Pablo en su carta a los colosenses con este último dicho de Jesús tocante al sábado…

Yo espero que ustedes, mis lectores, sabrán disculparme por no ofrecer ejemplos de todas y cada una de las más de 33.000 sectas que al día de hoy comprenden al cristianismo en todo el mundo. Pero que baste aquí con decir que todas y cada una de ellas han contribuido lo suyo a lo que en una entrega pasada de esta misma serie he llamado la industria de la iniquidad. Es este fenómeno que ya lleva por lo menos diecisiete siglos en el seno del cristianismo el que desde entonces ha crecido de manera exponencial hasta alcanzar a estos nuestros días, los últimos de la era presente. Y es también esta misma iniquidad la que en los días por venir dará su último y más amargo fruto al oponerse, antes de recibir el justo castigo que le cabe, a las buenas nuevas que pronto serán anunciadas a todas las naciones…

El amor a Dios por sobre todas las cosas —y nadie puede en verdad amar a Dios por sobre todas las cosas sin antes reconocerlo como el amoroso Creador y Padre de toda la humanidad y obedecerlo en consecuencia— y el amor al prójimo como a uno mismo —y nadie puede amarse verdaderamente a sí mismo, ni mucho menos al prójimo, sin antes amar verdaderamente a Dios por sobre todo—, tales son las dos cosas en las cuales converge toda la instrucción de Dios y todo lo dicho por los profetas (Mateo 22:34-40). Y yo digo hoy a todos y a cada uno de ustedes, mis lectores: desistan de la iniquidad en la que todos hemos vivido durante tanto tiempo, abracen estos dos amores y yo les aseguro que verán la verdadera vida que florecerá en la era venidera y tendrán una entrada dichosa en el reino de Dios, el cual, como tantas veces les digo por aquí, pronto se manifestará en la tierra.

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