Nada delata tanto el enfriamiento generalizado del amor en el otrora mundo cristiano como la apática aceptación de la angustia propia y ajena que en nuestros días lo caracteriza. ¿Quién querrá dar cuenta hoy de este fenómeno que, según Jesús, señalaría inequívocamente a los últimos días de la presente era?
Hace unos días, ponía fin a la anterior y primera entrega de esta serie con estas palabras que Jesús dijera a sus discípulos unos días antes de su muerte:
Serán anunciadas estas buenas nuevas del reino en el mundo entero para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin. (Mateo 24:14)
Como todo en las Escrituras y en la vida, estas palabras tienen un contexto. Los discípulos habían preguntado a Jesús cuál sería la señal del fin de la era, y este desplegó ante ellos, no una única señal, sino una serie de señales, de las cuales el anuncio de las buenas nuevas del reino de Dios para testimonio a todas las naciones sería una.
Esto último resulta extraño, puesto que sugiere que las naciones no conocerían estas buenas nuevas en los últimos días de la era. ¿Pero cómo sería tal cosa posible en el caso de las naciones del mundo occidental, las cuales tienen por fundamento, precisamente, al cristianismo surgido en todas ellas luego de haber recibido esas mismas buenas nuevas en el siglo primero, incluso de boca de algunos de los que se encontraban en aquella ocasión con Jesús? ¿Y no es acaso aun más extraño el que nadie dentro del cristianismo se haya preguntado nunca seriamente sobre esta necesidad de que el evangelio del reino de Dios sea anunciado nuevamente en los últimos días?
Por mi parte, es mi intención el abordar, a lo largo de esta serie, este y otros asuntos a los que el cristianismo histórico nunca ha prestado la debida atención o a los que ha tratado chapucera e irresponsablemente, de una manera por completo indigna de su absoluta relevancia. Sin embargo, antes de ello, voy a referirme a otro de los dichos de Jesús en aquella ocasión en que sus discípulos le preguntaron sobre las señales del fin de la era. He aquí lo que les dijo, poco antes de las palabras que cito más arriba:
Por haberse multiplicado la iniquidad, el amor de la mayoría se enfriará… (Mateo 24:12)
No es este el lugar para que ahonde en el asunto de la iniquidad, cuyo crecimiento —según estas palabras de Jesús— haría que el amor de la mayoría se enfriara en los últimos días de la era. Y es que se trata de algo tan absolutamente crucial para entender todo el resto de las penurias de nuestros días que merece un tratamiento exclusivo en una próxima entrega de esta serie. En cambio, ahora me gustaría centrarme en este enfriamiento del amor de la mayoría, ya que el mismo se ha ido mostrando más y más durante las últimas décadas, hasta que finalmente se ha puesto de manifiesto en toda su magnitud durante los últimos dos años, con motivo de la psicopandemia del coronavirus, a cuyo efecto sobre las otrora naciones cristianas ya me he referido en la entrega anterior.
Pero puesto a hablar de este enfriamiento general del amor, ¿cómo dar expresión al asunto con meras palabras escritas, sabiendo muy bien que el mismo transcurre mayormente en el silencio hermético de las almas que habitan hoy nuestro ya casi muerto mundo occidental? Pero también, dada esta primera limitación, ¿cómo hablar de algo tan profundo sin pensar muy bien lo que se ha de decir a fin de ser, siquiera mínimamente, comprendido?
En medio de esta dificultad mía, vienen a mi memoria unas palabras que me acompañan desde mi ya lejana adolescencia, tiempo en el que, escuchándolas por primera vez, se grabaron para siempre en mi memoria. Creo que las mismas darán al lector una idea bastante clara, desde el lenguaje de la poesía, de qué clase de cuadro viene a mi mente al leer las palabras de Jesús que cito más arriba. Se trata de unas líneas que llevan el inconfundible sello de la poética de Jim Morrison y que formulan inmejorablemente el asunto que hoy me dispuse a tratar aquí. Dicen las mismas:
Les contaré de la angustia y la pérdida de Dios / Les contaré de la noche sin esperanza / vagando por el sueño occidental / Les contaré de la doncella con alma de hierro forjado…
¿Será el caso, queridos lectores, que estas palabras del malogrado cantante y poeta norteamericano les dicen a ustedes lo mismo que me dicen a mí? ¿Estarán hechos, como yo lo estoy, de carne y sangre y no de hierro forjado? ¿Se preguntarán ustedes también sobre el misterio que presenta en nuestros días la apática aceptación de la más cruel angustia entre la inmensa mayoría de los hombres y mujeres que pueblan las naciones que en un tiempo se ufanaban de ser cristianas y que incluso estaban dispuestas a llegar hasta el derramamiento de la sangre de los hombres en nombre de su cristianismo? Hoy, claro, lo único que ha quedado en las otrora naciones cristianas es la costumbre de consentir en la mucha sangre derramada en nombre de todo aquello de lo que antiguamente huían como de la peste. ¿Y en qué otra cosa podía todo esto derivar sino en la aparentemente invencible angustia de nuestros días?
Porque es el caso que la angustia se ha hecho tan persistente entre nosotros que no parece ya conmover a nadie. Y no me refiero aquí a la angustia de los demás sino, incluso, a la propia. Esta apatía es, a mi entender, el amargo fruto que el progresivo nihilismo de décadas y aún de siglos ha dado finalmente en nuestro días. Se trata de una suerte de sedimento venido no se sabe cuándo y que a simple vista amenaza con quedarse para siempre. Estoy hablando del punto al que hemos llegado en la historia de los individuos y de los pueblos mismos de Occidente. En este punto, la única opción que parece presentarse invariablemente ante un dolor de muelas es el cortar la cabeza. Y es por lo mismo, también, que este ha llegado a ser el tiempo en el que aquello que cae al piso, debe quedar —sin tampoco saber muy bien por qué— en el piso para siempre. ¿Y no es el caso de que las cosas, inevitablemente, entre nosotros los seres humanos, suelen caer cada tanto —incluso muchas veces— al piso?
Es un lugar muy común que hasta no hace mucho confieso haber frecuentado yo mismo el depositar cierto peso respecto de todo esto sobre los lomos de la así llamada Generación Y, mejor conocida como la generación millennial. Pero me basta con salir a la calle para constatar cuán injusta es la exclusividad de esta atribución. Porque, en efecto, hoy es la inmensa mayoría de la gente de toda edad y condición con la que suelo cruzarme en la calle la que me hace la atroz impresión de llevar en su mirada y en toda su actitud general, como grabado con un invisible cincel, aquel apócrifo dicho popular italiano con el que un filósofo alemán se propuso retratar en toda su magnitud la cínica aceptación de este estado generalizado de las cosas que con cierta desprolijidad intento describir aquí: Los tiempos son duros, pero modernos…
Creo que si el lector ocasional de estas líneas compartiese siquiera mínimamente mi percepción del presente a la luz de la profecía de Jesús acerca del enfriamiento del amor de la mayoría en nuestros días y, sobre todo, si en toda conciencia compartiese esta angustia que hoy todo lo llena entre nosotros, hay una gran posibilidad de que vaya a beneficiarse de las buenas nuevas de Dios que me he propuesto anunciar a lo largo de esta serie. Y es que es indudablemente en este tiempo que se cumplirá especialmente aquello que en un lenguaje profético inspirara el espíritu de la profecía al salmista, cuando dice, en el Salmo 104:
Todos ellos esperan en pos de ti, para que les des su alimento en su tiempo. Les das y ellos acopian; abres tu mano y se sacian de bien. Ocultas tu rostro y se alarman; les quitas su espíritu y expiran, regresan al polvo del que provienen. Envías tu espíritu y son creados, renovando así la faz de la tierra. (Salmo 104:27-30)
Las buenas nuevas que aquí anuncio en medio del enfriamiento generalizado del amor: créanme, queridos lectores, si les digo que las tales son hoy el necesario alimento dado en su debido tiempo…