3. La industria de la iniquidad

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Los cristianos han visto desde siempre en el pecado aquello que al presente aleja a la humanidad de Dios y que en un futuro vetará toda entrada en su reino. ¿Pero qué hay de la iniquidad, de la cual ellos mismos han hecho, durante siglos y siglos, una auténtica industria?


 

Hace un par de semanas escribía yo la primera entrega de esta serie teniendo de continuo frente a mí estas palabras dirigidas a Dios que encontramos en el libro del profeta Isaías:

Has escondido tu rostro de nosotros y haces que nos desmigajemos en nuestra iniquidad. (Isaías 64:7)

Tales palabras me llevaron, a su vez, a escribir la segunda entrega de esta serie. Esta vez, las que me inspiraron fueron estas otras palabras de Jesús frente a la pregunta de sus discípulos acerca de cuál sería la señal del fin de la era:

Por haberse multiplicado la iniquidad, el amor de la mayoría se enfriará… (Mateo 24:12)

Vean bien que tanto el dicho de Isaías como el de Jesús tienen, como tema inescapable, a la iniquidad. Sería la multiplicación de la iniquidad la que, en efecto, causaría el enfriamiento del amor que hoy experimenta la mayor parte del mundo occidental y sus arrabales. Y sería, por ende, este estado general de las almas el que llevaría a Dios a esconder su rostro, abandonando finalmente, al arbitrio de sus ocultos y crueles enemigos, a los hijos y a los hijos de los hijos de quienes alguna vez le rindieron un culto brotado de la fuente de esta misma iniquidad, esto es, a nosotros. Tal como también leemos en el libro de las Lamentaciones:

Nuestros ancestros pecaron y ya no están; y nosotros soportamos la carga de sus iniquidades. (Lamentaciones 5:7)

O bien, tal como decía el viejo refrán en la antigua tierra de Israel:

Los padres comieron las uvas agrias y los hijos tienen la dentera. (Ezequiel 18:2)

Ahora bien, ¡que nadie intente aquí sacar los pies del plato! Quien sea que esté leyendo estas líneas —sin importar si se dice católico, ortodoxo, evangélico, agnóstico o incluso ateo— puede estar plenamente seguro de ser un hijo o una hija de la iniquidad, tal como lo soy yo mismo. Y puede estarlo, entre otras cosas, porque Dios mismo dispuso desde un comienzo que así se cumpliese todo en estos últimos días de la era. ¿O creerá, por ventura, alguno de ustedes, que las palabras de Jesús acerca de la multiplicación de la iniquidad que reproduzco arriba eran una mera especulación humana acerca del futuro? ¿Es que acaso aún no saben ustedes quién era el que entonces hablaba? No; creo que no lo saben. Y es claro que tal desconocimiento es —también él— fruto de esa misma iniquidad…

En el evangelio de Juan leemos la siguiente oración que el Cristo dirige allí al Padre respecto de aquellos hombres y mujeres que fuesen a creer en él:

Que todos sean uno como tú, Padre, en mí, y yo en ti; que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. (Juan 17:21)

¿Y quién de ustedes, cristianos de toda laya, podría hoy levantar la vista y mirar de frente a tales palabras? ¿Quién de ustedes podría decir, con toda honestidad, que las mismas son una realidad en sus vidas? Y entonces…

Entonces, ¡ay de los que se apoyan en no importa qué tradición tan sólo porque su origen se pierde de vista en el pasado! ¡Todos ellos ciegos, ciegos por la iniquidad de sus padres y de los padres de sus padres! ¡Y ay también de los que, creyéndose sabios, denostan hoy esas tradiciones al tiempo que repiten como loros palabras en lengua hebrea de las que nada entienden! ¡Todos ellos ciegos, ciegos por la iniquidad de los escribas y de los fariseos que vino a atraparlos por el cuello en los mismísimos últimos días de esta era! ¡Todos ellos aborreciéndose los unos a los otros, ignorantes de que, de no volverse de sus caminos, les aguarda un destino común en un lugar oscuro, fuera del reino de Dios que pronto se manifestará sobre la tierra! ¡Todos ellos, en verdad, ni entrando en el reino de Dios ni dejando entrar a otros!

¿Sobre qué cosa, en efecto, se ha fundado la Iglesia Católica de Roma si no sobre la iniquidad? Y lo mismo cabe decir de su hermana, la Iglesia Ortodoxa de Oriente. Y en cuanto a su hija, la Reforma Luterana, ¿acaso no ha sido esta la más prolífica en dar a luz a la iniquidad en todas sus formas imaginables? ¿No ha sido esta última la que en tan sólo cuatro siglos la ha multiplicado lo indecible hasta el presente, en que el cristianismo se encuentra estadísticamente definido por más de 33.000 sectas? Verdaderamente, quien no pueda ver en todo esto el cumplimiento de las palabras de Jesús acerca de nuestros días —días en los que el amor a Dios y a los hombres se ha enfriado ya hasta el grado cero—, ¿qué otra cosa podría padecer que no fuera el tipo de ceguera absoluta que causa, también, la iniquidad?

De ahí, entonces, que haya titulado a estas líneas valiéndome de una metáfora fabril. Porque este Occidente cristiano que ha sabido legar al mundo toda suerte de revolución industrial es el mismo que por siglos y siglos se había ya especializado en la industria que daría forma a todas las demás que le siguieron: la industria de la iniquidad. Y ya veo, de hecho, a muchos lectores de estas líneas diciéndose ante ellas, con una sonrisita incrédula mientras mariposean con sus párpados: “¿De quiénes estará hablando este?”

¿Qué de quiénes estoy hablando? Déjenme decírselo con estas otras palabras de Jesús, de aquel a quien muchos de ustedes gustarán, tal vez, de llamar su Señor:

No todo el que me diga “Señor, Señor” entrará en el reino del cielo, sino aquel que haga la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Muchos son los que me dirán en aquel día: “¡Señor, Señor! ¿Acaso no hemos profetizado en tu nombre? ¿Y en tu nombre no hemos echado fuera muchos demonios? ¿Y no hicimos en tu nombre muchos milagros?" Y entonces les diré: “¡Nunca los he conocido! ¡Apártense de mí, practicantes de iniquidad!" (Mateo 7:21-23)

Hace poco, alguno ha dicho por ahí que desde que comencé a publicar esta serie no he estado haciendo demasiado honor a su nombre: “¿Qué es todo esto que estás diciendo? ¿No era que ibas a anunciar buenas nuevas? ¿Pero dónde están esas buenas nuevas…?”

¿Y qué diré yo frente a todas estas preguntas, tan bien intencionadas? ¡Que las leyes del marketing no tienen absolutamente ninguna cabida aquí! En otras palabras: a quien en verdad desee —y, de hecho, necesite— conocer al Dios vivo que hace casi dos mil años derramó su sangre para salvar de la muerte a todos los seres humanos, a quien realmente aspire a conocer el magnífico y glorioso propósito que desde un comienzo ha tenido él para toda la humanidad y que pronto comenzará a manifestarse en la tierra; a quien, en fin, quiera enterarse de cuáles sean las buenas nuevas que este Dios ha reservado para estos nuestros días, al tal lo aliento desde aquí a seguir las sucesivas entregas de esta serie. En cuanto al resto — sin importar si se dicen católicos, ortodoxos, evangélicos, agnósticos o incluso ateos—, a todos los obstinados de corazón, a todos los hijos de la iniquidad que, sin embargo, lo ignoran todo acerca de ella y, por ende, de su propio destino, a todos ellos les diré aquí, parafraseando al profeta y poniendo también fin a estas líneas:

¡Levántense y sigan caminando, ya que no es este el lugar de su descanso! (Miqueas 2:10)