9. Los acertijos del reino de Dios, 2

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De todos los acertijos propuestos por Jesús hace dos mil años, hay uno que, presentado en forma doble, resulta especialmente relevante para nuestros días, ya que provee a estos del sentido pleno de la justicia de Dios. ¿Pero podrán acaso entenderlo hoy los cristianos que se aferran a la tradición?


 

En la entrega anterior de esta serie he mostrado con suma simpleza hasta qué punto los cristianos de hoy yerran grandemente en lo que hace a cuestiones básicas del reino de Dios. Esto no sería en sí mismo tan grave de no darse en ellos, al mismo tiempo, una falsa sensación de seguridad que mayormente proviene de la tradición cristiana en la que se encuentran inmersos.

Por razones comprensibles, los católicos van a la cabeza respecto de dicha falsa sensación de seguridad, ya que la tradición en la que se recuestan es, por mucho, la más antigua, puesto que lleva ya unos diecisiete siglos de existencia. Pero los protestantes, que siempre han denostado (¿y también, en parte, envidiado?) la tradición católica, parecen ignorar por completo que la Reforma es hija de la Iglesia Católica Romana y que, en lo que hace a ciertos asuntos, la primera jamás ha revisado absolutamente nada de sus creencias heredadas de la segunda. Vaya como un muy buen ejemplo de esto su falta de entendimiento de los acertijos con los que Jesús enseñaba acerca del reino de Dios y de su manifestación sobre la tierra.

Es así que la inmensa mayoría de los cristianos han tenido siempre en su boca expresiones como “ir al cielo” al referirse a la entrada en el reino de Dios, siendo que en las así llamadas bienaventuranzas, glosando unas palabras del Salmo 37, Jesús dijo que los mansos heredarían, no el cielo, sino la tierra (Mateo 5:5). Y como no han sabido qué hacer con tales palabras —puesto que el reino de Dios es también llamado en el mismo evangelio de Mateo el “reino de los cielos”—, se han visto en la necesidad de inventar una serie de teorías que explicasen, a sí mismos y a los demás, por qué los mansos no heredarían el reino de Dios. Si ustedes, mis lectores, multipicasen esto por todas las cosas que han querido explicarse los cristianos recurriendo a su mente carnal, tendrían un panorama desolador de disonancia cognitiva como el que hoy se ve, sin excepciones, en toda la cristiandad…

Hay, sin embargo, un acertijo propuesto por Jesús que ha sido especialmente malentendido por todos los cristianos. Se trata de un acertijo que se vale de dos metáforas para enseñar una única cosa referida a la justicia de Dios o, más específicamente, a los procedimientos de la justicia de Dios para la justificación de la humanidad. Aunque dicho acertijo se encuentra en los tres evangelios así llamados sinópticos, lo citaré aquí del evangelio de Lucas, ya que presenta todo el asunto de una manera que se dirige especialmente a los cristianos de hoy. Dice allí Jesús, en respuesta a unas preguntas insidiosas que le lanzaran algunos escribas y fariseos:

Nadie pone un pedazo de vestido nuevo en un vestido viejo, ya que, en caso de hacerlo, no solamente rompe el nuevo, sino que el remiendo tomado de él no combina con el viejo. Y nadie echa vino nuevo en odres viejos, ya que, en caso de hacerlo, el vino nuevo romperá los odres viejos y se derramará, y los odres se arruinarán; en cambio, el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así lo uno y lo otro se preservan. De la misma manera nadie, habiendo bebido del añejo, quiere inmediatamente del nuevo, ya que dice “El añejo es mejor”. (Lucas 5:36-39)

Ahora bien, yo ya he dicho aquí mismo, en el transcurso de esta misma serie, que he pasado mucho tiempo entre los cristianos. Con esto quiero decir que he escuchado y he leído todo lo que ellos han tenido y tienen para decir respecto de estas palabras de Jesús. ¿Y cómo se explican ellos a sí mismos y a otros el sentido de tales palabras? Básicamente, oponiendo el evangelio de Jesús a la ley de Moisés. Este último sería el vestido viejo y el vino añejo, mientras que el primero sería el vestido nuevo y el vino nuevo. Y si hablamos de los protestantes, esta misma correspondencia es presentada en los términos de la ley y de la gracia de la fe en Jesucristo, mayormente en base a lo que Lutero ha entendido de las cartas de Pablo. En este último caso, el vestido viejo y el vino añejo representarían a la ley de Moisés, mientras que el vestido nuevo y el vino nuevo harían lo propio con la gracia de la fe en Jesucristo.

Todas estas disquisiciones históricas entre los cristianos de toda especie han llevado a la idea generalizada de que la cruz de Jesús ha abolido la ley de Moisés por completo. Ello, claro, se ha debido a muchas cosas, una de las cuales —acaso la principal— tiene que ver con una lectura harto errónea de un pasaje en la carta «A los hebreos» que trata sobre el pacto entre Dios y los israelitas concertado en el monte Sinaí por medio de Moisés en relación con el nuevo pacto mencionado en el libro del profeta Jeremías. El autor de la carta «A los hebreos» dice allí que al hablarse de un nuevo pacto, se ha dado al primer pacto por viejo, al tiempo que afirma que aquello que se da por viejo y se desgasta, está listo para desaparecer (Hebreos 8:6-13).

Ahora bien, semejante noción generalizada entre los cristianos es tan torpe que uno no sabe por dónde comenzar para echarla por el polvo al que pertenece para luego pisotearla. Doy las gracias al Señor Jesucristo por haber dicho, él mismo, unas palabras que cumplen con el pisoteo que tal noción merece, así como también por haber inspirado con su espíritu a quien las ha registrado por escrito, en este caso, a su discípulo Mateo. He aquí las palabras de Jesús a las que me refiero según se leen en el evangelio de Mateo:

No se acostumbren a pensar que he venido para anular la Ley o los Profetas: no he venido para anular, sino para cumplir; porque en verdad les digo que hasta que hayan pasado el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la Ley hasta que todo haya sucedido. Por lo tanto, cualquiera que rompa uno de estos mandamientos menores y enseñe a hacerlo así a las personas será llamado menor en el reino de los cielos, mientras que aquel que lo realice y lo enseñe será llamado grande en el reino de los cielos. (Mateo 5:17-19)

¡Ahí lo tienen, dicho por la boca misma del Señor, todos ustedes que, regodeándose en sus mentes carnales, desprecian la instrucción escrita en la Ley y las advertencias escritas en los Profetas y llevan siempre lista, a la mano, la estúpida e ignorante acusación de “legalista” para lanzarle a todo aquel que contradiga sus más profundos e indómitos instintos! Ténganse por advertidos de que luego de leer estas líneas, ya nunca más podrán decir que no fueron avisados de su error…

Pero entonces, ¿a qué se refería Jesús con su acertijo doble sobre lo viejo y lo nuevo, hecho en base a vestidos, vinos y odres? ¿Acaso estaba contradiciendo con él las palabras suyas que vengo de citar?

Verdaderamente, todo discurso escrito conlleva el uso de ciertos recursos retóricos, y estas líneas mías no son una excepción a esa regla. ¡Pero cuánta violencia debo hacerme a mí mismo para formular preguntas retóricas como esta última a fin de cumplir con la regla de todo discurso escrito! ¡Como si el espíritu de Dios que inspiró todas las Escrituras pudiese contradecirse a sí mismo! ¿Quién podría creer semejante cosa? Respuesta: muchísimos —acaso una mayoría— de todos los cristianos que he conocido a lo largo de mi vida…

Lo cierto es que el acertijo sobre los vestidos, el vino y los odres aborda, como ya he dicho más arriba, el orden y el procedimiento mismo de la justicia de Dios para justificación de todos los seres humanos que alguna vez han nacido sobre la tierra y aun restan por nacer. Se trata, desde ya, de un orden que incluye algo viejo y algo nuevo, algo que es primero y algo que es segundo o, para decirlo en los términos en los que trataré sobre ello en subsiguientes entregas de esta serie, se trata de cosas primeras y cosas últimas.

Pero el caso es que en su ceguera —inducida y autoinducida— los cristianos de hoy son como los escribas y los fariseos de los días de Jesús. Esto quiere decir que, a menos que Dios mismo los llame a integrar dichosamente el reino de Dios y a menos que el Espíritu alumbre su entendimiento, los cristianos preferirán la vieja tradición en la que se han criado por generaciones antes que ir en pos de la compleción de su justificación de acuerdo con el orden de la justicia de Dios. Y como he dicho ya en varias entregas de esta serie, tal es, al mismo tiempo, la consecuencia y la causa de la iniquidad en la que hoy todos los cristianos están hundidos hasta el cuello. El resto se sigue de ahí…

El evangelio de Juan —tan diferente de los otros tres evangelios que se encuentran en el Nuevo Testamento— ha reelaborado en términos proféticos el mismo asunto que en el evangelio de Lucas se nos presenta en el acertijo de Jesús acerca del vino añejo y el vino nuevo. Me refiero aquí al episodio de las bodas de Caná, donde se lee que, ante la falta de vino para los asistentes a las mismas, Jesús convirtió en vino el agua con la que hizo llenar ciertas tinajas que se encontraban allí. Y entonces, cuando el vino nuevo fue presentado al encargado del servicio de la mesa de los asistentes, éste, luego de probarlo, creyendo que todo había sido una iniciativa del novio mismo, dijo a este:

Todos los hombres sirven primero el buen vino, y cuando ya están borrachos, el peor; pero tú has guardado el buen vino hasta ahora. (Juan 2:10)

Y, en efecto, el vino que ha guardado el Señor para estos últimos días de la era en los que estamos viviendo, no solamente es bueno, sino que es el mejor. Y sin embargo, ¿quién se iría a beneficiar de su exquisito gusto de entre todos aquellos que, apegados al vino añejo de las inicuas tradiciones humanas, se negasen a probarlo?

Si yo fuese ustedes, pensaría muy bien en todo esto.

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