8. Los acertijos del reino de Dios, 1

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Nada hay que los cristianos crean entender más y mejor que el sentido de las parábolas de las que se valió Jesús en su anuncio de las buenas nuevas del reino de Dios. ¿Pero por qué será, entonces, que luego de dos mil años continúan mirando hacia el lugar equivocado?


 

Hace ya varias semanas que inicié esta serie con la intención de alcanzar a todo aquel que hoy ansíe verdaderamente volver a Dios, acaso por haber notado, en algún momento de este tiempo tan particular —de hecho, único en la historia del mundo—, que la otrora cristiandad occidental ha llegado ya al grado cero del amor. ¿Y por qué ha ocurrido esto? Sencillamente, porque el Señor anunció hace dos mil años que, por haberse multiplicado la iniquidad, el amor de la mayoría se enfriaría. Y como es el caso que la cristiandad occidental ha sido desde hace ya al menos unos diecisiete siglos la original y auténtica industria de la iniquidad, es esta iniquidad en la que siempre hemos vivido y en la que aún continuamos viviendo la que ha cegado a la inmensa mayoría de los cristianos tanto respecto de quién es Jesucristo como del hecho de que el tiempo se ha cumplido para la pronta llegada, en nuestros propios días, del reino de Dios, es decir, para su manifestación sobre la tierra.

Dicho de otra forma: la iniquidad no solamente ha enfriado el amor de la mayoría en nuestras otrora naciones cristianas, sino que ha causado y agravado en ellas, a lo largo de los siglos, una casi inverosímil ceguera espiritual; quiero decir: una ceguera para las cosas firmes y verdaderas del espíritu de Dios. Así, los cristianos, sin siquiera notarlo, se han puesto a sí mismos al borde del abismo, han estado yendo por la vida con una falsa conciencia de la que pronto —muy pronto, de hecho— no quedará nada, excepto, tal vez, un durísimo desengaño y una amarga inquina contra la verdad que les durará hasta la muerte y aún más allá de esta.

¿Cómo es que se ha llegado hasta aquí en lo que hace a dicha ceguera? No esperen que vaya a decírselos yo en unas líneas que, como siempre o casi siempre en esta serie, deseo mantener lo más breves que pueda, con la sola intención de despertar en ustedes, mis lectores, algunas inquietudes que los lleven a buscar más y más del Dios vivo y de su espíritu.

Lo que sí haré aquí es traer a cuento unas palabras del Papa Francisco, de aquel hombre al que tantos millones  de ciegos consideran como el representante de Jesucristo en la tierra. Y por favor, ¡no vaya nadie a creer que tengo alguna particular inclinación contra los católicos! En verdad, ni contra los católicos, ni contra los evangélicos ni contra ninguno que se defina a sí mismo como cristiano. Y es que yo no hago distingos entre lo equivocado y lo muy equivocado, entre lo inicuo y lo inicuo en extremo. Yo, sin ser partidario de ninguna escuela humana de no importa qué disciplina, soy aquí como Aristóteles cuando dijo, respecto de la filosofía platónica: Platón es mi amigo, pero más lo es la verdad…

Hecha esta aclaración, veamos lo que el actual Papa decía al comienzo mismo de su tradicional sermón del Ángelus en la Plaza San Pedro en el año 2014, más concretamente el domingo 13 de julio. He aquí sus palabras:

Cuando habla al pueblo, Jesús usa muchas parábolas: un lenguaje comprensible a todos, con imágenes tomadas de la naturaleza y de las situaciones de la vida cotidiana…

¿Comprenden todos ustedes que esto lo dijo un hombre al que no sé cuántos cientos de millones de personas consideran el representante de Jesucristo en la tierra y, por ende, el no va más en cuanto al conocimiento de Dios y de sus cosas santas? Pero vean ahora qué es lo que el propio Jesús dijo a sus discípulos acerca del uso que hacía de las parábolas frente a las masas cuando estos le consultaron al respecto:

Y, acercándose [a Jesús], dijeron los discípulos: “¿Por qué les hablas en parábolas?” Y respondiendo, les dijo: “A ustedes les es concedido el conocer los secretos del reino de los cielos, pero a ellos no se les ha concedido. Pues a todo el que tenga le será dado, y tendrá más; pero al que no tenga, incluso lo que tiene le será quitado. Por eso les hablo yo en parábolas, para que viendo no vean y oyendo no oigan, ni tampoco entiendan”. (Mateo 13:10-13)

“Para que viendo no vean y oyendo no oigan, ni tampoco entiendan…” Yo diría que estas palabras de Jesús no sólo se aplican a este jesuita que dice representarlo desde el Vaticano, sino, antes bien, a todos los cristianos que he conocido a lo largo de mi vida, que no son pocos. ¡Todos tuvieron siempre y aún tienen esta noción, salida de no se sabe dónde, de que el Señor se atuvo siempre a una suerte de política de transparencia que hacía de sus parábolas un “lenguaje comprensible a todos”! ¿Se dan cuenta, ahora, por qué hablo siempre de la cristiandad toda en los términos de un reino encantado poblado de alucinados?

De hecho, si los traductores bíblicos profesionales acostumbrasen hacer su trabajo con un poco más de rigor o de entendimiento real de lo que están traduciendo, hace ya mucho que habrían traducido el término griego παραβολή, no como parábola, sino como acertijo. Y es que, de hecho, de lo que Jesús se valía al hablar a las masas acerca del reino de Dios era de acertijos que velaban el entendimiento de estas. ¡Tales acertijos eran, de hecho, un velo no sólo para los ocasionales escuchas de Jesús, sino incluso para sus propios discípulos! En efecto, el evangelio de Marcos consigna que luego de que sus discípulos le preguntaran por su uso de las parábolas frente a las multitudes e inmediatamente después de responder a su pregunta, Jesús mismo les dirigió esta otra a propósito de la parábola del sembrador, la cual acababa de referir a la gente:

¿No perciben esta parábola? ¿Y cómo, entonces, reconocerán todas las parábolas? (Marcos 4:13)

En otras palabras: quien no percibe a qué se refiere una sola de las parábolas o acertijos que Jesús proponía a las masas, no podrá reconocer el sentido de ninguna de sus otras parábolas o acertijos. De hecho, se los aseguro, no podrán entender el sentido de ninguna de las muchas palabras que integran las Escrituras. ¿Y esto, por qué? Sencillamente porque todos y cada uno de los libros que integran el Antiguo y el Nuevo Testamento se refieren a un único asunto, a ese único y particular asunto del que hablaba Jesús en acertijos.

¿Será muy difícil de creer esto que les digo aquí? ¿Será que me irán a considerar ustedes tan sólo otro alucinado, en este caso uno que cree tener entre sus manos algo que contradice siglos y siglos de tradición cristiana? ¿O qué tal, si no, creer que en mi frenesí de alucinación llego a ir en contra de las mismísimas Escrituras? Pero yo les recuerdo aquí, por un lado, que la letra escrita mata cuando no es alumbrada por el Espíritu que la inspiró para dar vida (2 Corintios 3:6) y, por el otro, aquello que ya traje a cuento en una entrega anterior de esta serie, a saber: que la firmeza de todo asunto se decide sobre la base de dos o tres testimonios (Deuteronomio 19:15; Mateo 18:16; 2 Corintios 13:1).

¿Qué es, en definitiva, aquello que los cristianos creen respecto del reino de Dios? ¿Cómo comenzará este para ellos? No querría generalizar demasiado acerca de esto, pero ustedes estarán de acuerdo conmigo en que los cristianos que aún aguardan el reino de Dios creen que dicho reino comenzará con la segunda venida de Jesucristo desde el cielo a dar su merecido a los impíos y a dar su recompensa a los santos. ¿No es esto así?

Yo, ya les dije, he conocido a muchos cristianos a lo largo de mi vida y he hablado con casi todos ellos: sé muy bien, por ende, qué es lo que todos ellos piensan sobre este asunto, así como que tienen también para sí mismos que su creencia está sólidamente fundada en todo aquello que ha dicho el Señor y que sus apóstoles luego transmitieron a toda la cristiandad. Veamos, por ejemplo, estas palabras suyas, dirigidas, en la persona de Caifás, a todo el Sanedrín en el momento en que se encontraba siendo juzgado por sus miembros:

Les digo que desde ahora verán al Hijo del Hombre […] que viene junto a las nubes del cielo… (Mateo 26:64)

Desde entonces, todos han estado mirando al cielo, esperando la segunda venida de Jesucristo, pese a que en vano se buscará la expresión «segunda venida» en alguna parte de las Escrituras. Y es que, sencillamente, dicha expresión no ocurre allí en ninguna parte; quiero decir que no ocurre allí ni tan siquiera una sola vez. Y sin embargo…

Sin embargo, ¿acaso ha impedido esto último que se escribiesen incontables libros —desde libros de teología hasta ese subgénero bastardo de la ciencia ficción que constituye la serie del difunto Tim LaHaye, Dejados atrás—, que se escribiesen, digo, incontables libros que describen a Jesucristo descendiendo del cielo entre nubes junto con sus ángeles, creando así un cuadro en el que solo faltan los rayos láser para creer que se está ante una típica escena de Star Wars? Ah, mucho me temo que habrá grandes, muy grandes y amargas sorpresas para tantísimos en los días por venir…

Dijo, de hecho, Jesús:

El reino de los cielos es similar a un grano de mostaza que un hombre tomó y sembró en su campo… (Mateo 13:31)

Y un poco más adelante:

Nuevamente, el reino de los cielos es similar a un tesoro oculto en el campo al que, hallándolo, un hombre vuelve a ocultar… (Mateo 13:44)

¿Dónde se siembran los granos de mostaza? ¿En el cielo? ¡No! ¡No en el cielo, sino en la tierra! ¿Y dónde se ocultan los tesoros? También en la tierra. ¿Y qué es el campo del que hablaba Jesús? Ese campo es el mundo (Mateo 13:38), es decir, el κόσμος, es decir, este orden de cosas presente.

Ahora bien, yo creo que no será necesario que diga aquí que estas dos parábolas que vengo de citar constituyen dos testimonios dados por un único testigo, que es el Señor mismo. Por cierto que dicho único testimonio coincide en un todo con lo dicho en el resto de las Escrituras, mal que le pese a quien fuere. He aquí, por ejemplo, lo que leemos en el Salmo 85:

La verdad brotará de la tierra, y la justicia, desde el cielo, se inclinará para supervisar. (Salmo 85:11)

¿Pero será que todo queda allí? ¿Será que estas expresiones en forma de acertijos que se encuentran en los Salmos y en los dichos del Señor son los únicos testimonios que dicen que el reino de Dios estaría ya en la tierra para el tiempo de su manifestación y no que, tal como todos creen, vendrá desde el cielo en un despliegue digno de una producción cinematográfica hollywoodense?

Para clarificar esto de una buena vez, veamos qué cosa dijo Jesús a los fariseos que le preguntaron cuándo vendría el reino de Dios, ya que aunque su respuesta a ellos conforma, también, un acertijo, la misma se encuentra bastante alejada de los símiles que solía emplear en el resto de los mismos. Les dijo, entonces, el Señor:

El reino de Dios no vendrá ostensiblemente, ni dirán "¡miren, está aquí!" o "¡miren, está allí!" Porque vean: el reino de Dios está en medio de ustedes. (Lucas 17:20,21)

¡Ahí lo tienen, por la boca misma del Señor! El reino de Dios no vendrá de una manera observable —menos aún si lo que se observa es el cielo azul con sus nubes—, ni ninguno podrá decir, antes de que surja, que está en alguna parte. Y sin embargo, el reino de Dios está entre quienes ya están en la tierra. A lo que agrego yo ahora que muy pronto, en los días que vienen, se manifestará sobre la tierra.

En la célebre novela de George Orwell 1984 hay algo, un cierto proceso cognitivo que es en verdad una tremenda y siniestra disonancia muy afín a la que hoy padece mucha gente a la que conozco. Me refiero, claro, al doblepensar, al cual el protagonista de la historia, Winston Smith, describe en los siguientes términos:

Saber y no saber, hallarse consciente de lo que es realmente verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer sin embargo en ambas; emplear la lógica contra la lógica, repudiar la moralidad mientras se recurre a ella, creer que la democracia es imposible y que el Partido es el guardián de la democracia; olvidar cuanto fuera necesario olvidar y, no obstante, recurrir a ello, volverlo a traer a la memoria en cuanto se necesitara y luego olvidarlo de nuevo; y, sobre todo, aplicar el mismo proceso al procedimiento mismo. Ésta era la más refinada sutileza del sistema: inducir conscientemente a la inconsciencia, y luego hacerse inconsciente para no reconocer que se había realizado un acto de autosugestión…

Y a mí, luego de todas las cosas que he dicho hoy aquí, ¿qué me quedará por hacer sino volver a exhortar a mis lectores a arrepentirse de la iniquidad que durante siglos ha cegado los ojos de la cristiandad occidental al auténtico sentido de las cosas de Dios transmitido por su mismísimo Espíritu? Pero también, ¿qué otra cosa le quedará, a no importa quién que decidiese seguir por su vano camino de iniquidad, que iniciar cuanto antes —a manera de una terapia alternativa de autoayuda terminal, y siguiendo el rumbo ruinoso de este mismo mundo occidental— un curso semanal de doblepensar que le permita continuar con lo que le quede de vida?

A aquellos a los que el espíritu de Dios esté disponiendo a seguir la primera de tales opciones, los espero en la próxima entrega de esta serie.

En cuanto al resto, tal como dijera un famosísimo e inolvidable personaje de Shakespeare: el resto es silencio….

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