10. Las cosas primeras y últimas, 1

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Quienes hayan dedicado tiempo a una lectura meditada de las Escrituras, pueden haber reparado en que estas presentan —consistentemente y en todos o en casi todos sus libros— una serie de testimonios sobre lo que podría llamarse las «cosas primeras y últimas». ¿Pero habrá entendido alguien el mensaje de estas?


 

En la entrega anterior de esta serie y en aquella que la antecede, me refería yo a lo mal que fueron entendidos los acertijos con los que Jesús solía instruir acerca del reino de Dios a las multitudes y a sus propios discípulos. Mostraba allí que, así como se suponía que estos últimos, sus discípulos, entendiesen aquello que representaban las figuras y los símiles usados por el Señor, así también se esperaba que las multitudes no entendiesen nada. A esto último agregaré ahora que el entendimiento de las cosas del reino de Dios por parte de las multitudes jamás integró el propósito de Dios tocante a los dos mil años que transcurrieron desde entonces hasta hoy…

Si alguno de ustedes, mis lectores, tiene dificultades para aceptar esto último, es posible que aquello que ha seguido y sigue como a la verdad de Dios sea, en realidad, una construcción mental hecha de la tradición cristiana en la que se ha criado o en la que se halla inmerso y de sus propias emociones, dudas y expectativas acerca de estos asuntos. Esto, que en sí mismo no representa un mayor problema para Dios, bien podría venir a ser un motivo de escándalo que llevase a quien tuviese en su alma una lucha entre lo conocido —pero falso— y lo desconocido —pero fiel y verdadero— a llamarse a engaño. Tal es, de hecho, aquello de lo que el Señor mismo advirtió luego de que unos discípulos de Juan lo interrogasen de su parte para saber si era él aquel a quien estaban esperando. Dijo, entonces, el Señor Jesucristo (y los invito aquí a tener muy presente quién es Jesucristo):

Dichoso es cualquiera que no se llame a engaño conmigo. (Mateo 11:6)

Pero yo, por mi parte, ¿qué otra cosa haré aquí sino decir la verdad acerca de las buenas nuevas del reino de Dios, independientemente de lo que podría ocurrir en el alma de quienes estén leyendo estas líneas? Porque también, ¿es que acaso no saben ustedes que nadie puede ir hacia la verdad a menos que el Padre lo lleve a la rastra (Juan 6:44)? Y así, ¡dichosos aquellos de entre ustedes que hayan experimentado de alguna manera en sus vidas este ser arrastrado por Dios para buscar la verdad hasta encontrarla! Y en cuanto al resto, a quienes han seguido meramente una costumbre familiar o social, ya sabrá también el Señor qué es lo que será de ustedes en los días por venir…

Lo cierto es que en el acertijo doble que el Señor compuso en base a vestidos, vinos y odres —sobre el cual traté en la entrega anterior—, el punto central que él estaba estableciendo es el de lo que llamaré aquí las «cosas primeras y últimas», siendo las primeras lo viejo y conocido y las últimas lo nuevo y desconocido. Ahora bien, es un hecho incontestable que así como el Señor se valía de acertijos que decían una cosa expresando otra, así de incontestable es también el hecho de que la mismísima instrucción del Señor dada a Moisés expresa los asuntos de su justicia en tipos y en sombras que, en sus días, los sacerdotes del orden levítico debían cumplir estrictamente en su culto a Dios frente a todo el pueblo y, a la vez, por todo el pueblo.

Esto último es, desde luego, entre otras cosas, algo que el autor de la carta «A los hebreos» se encarga muy bien de resaltar al decir que las ofrendas según la instrucción de Moisés “sirven de ejemplo y sombra de las cosas celestiales” (Hebreos 8:4,5); por lo cual también, un poco más adelante en aquella misma carta, agrega:

La instrucción tiene una sombra de las buenas cosas venideras y no la imagen misma de las cosas importantes… (Hebreos 10:1)

Es también a esto último a lo que el apóstol Pablo —quien, dicho sea de paso, probablemente sea el autor de la carta «A los hebreos»— se refiere al decir a los colosenses en su misiva a ellos:

Que nadie los juzgue en comida o en bebida, o respecto de festividad o luna nueva o sábado, lo cual es una sombra de lo que viene; pero el cuerpo es del Cristo. (Colosenses 2:16,17)

¿Podrán ver ustedes claramente de qué cosa se habla en estos pasajes? Y sobre todo, ¿podrán y querrán entenderla? Porque yo les aseguro que de no ser este el caso, de nada les valdrá el poner su confianza en doctrinas que, pese a la antigüedad, al prestigio o a la difusión que pudiesen tener, fuesen en contra de las cosas que la instrucción de Moisés expresa en tipos y en sombras y a las que el Señor Jesucristo puso en sus días el cuerpo, señalando así, de una vez y para siempre, aquellas buenas cosas por venir de una manera que hasta entonces los tipos y las sombras no habían alcanzado nunca ni habrían podido alcanzar.

Es posible ver un ejemplo de esto último en dos ocasiones previas al inicio del anuncio de las buenas nuevas que el Señor llevara por primera vez a cabo en su tierra, en Galilea, a saber: su bautismo en el Jordán y su estada en el desierto, inmediatamente posterior al mismo. En la presente entrega sólo me encargaré de tratar sobre la primera de tales ocasiones, dejando para la entrega que sigue a esta la segunda de ellas…

El caso es que en el relato del bautismo de Jesús que se encuentra en el evangelio de Mateo, se lee lo siguiente:

En aquel entonces Jesús vino de Galilea al Jordán, a Juan, para ser bautizado por él. Sin embargo, Juan se lo prohibía, diciendo: “¿Tengo necesidad de ser bautizado por ti, y eres tú quien viene a mí?” Sin embargo, respondiendo, Jesús le dijo: “Permítelo en este momento, porque así nos conviene cumplir todo procedimiento de justicia”. Entonces él se lo permitió. Ahora bien, siendo bautizado, Jesús inmediatamente salió del agua, y he aquí que se le abrieron los cielos, y vio que el espíritu de Dios descendía como una paloma y venía sobre él. Y he aquí una voz de los cielos que decía: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco”. (Mateo 3:13-17)

¡Noten muy bien lo que ocurrió en aquel momento! Juan se opuso rotundamente a bautizar a Jesús, y este debió reconvenirlo para que aceptase hacerlo. Pero noten sobre todo cuál fue la razón dada por Jesús a Juan para que este aceptase bautizarlo: “conviene cumplir con todo procedimiento de justicia”, lo cual —como se verá más adelante— equivale a decir con todo procedimiento para la justificación ante Dios de todo ser humano jamás nacido.

Ahora bien, el procedimiento al que Jesús se refirió en aquella ocasión a fin convencer a Juan para que lo bautizase es aquel que se encuentra en el comienzo del capítulo catorce del libro del Levítico y que hace a la purificación del leproso. He aquí lo que se lee allí:

Yahweh habló a Moisés, diciendo: “Esta será la instrucción del leproso en el día de su purificación. Cuando el asunto sea llevado ante el sacerdote, entonces el sacerdote saldrá fuera del campamento. Cuando el sacerdote examine y vea que el contagio de la lepra está curado en el leproso, entonces el sacerdote mandará que tomen para el que se está limpiando dos avecillas vivas y limpias y madera de cedro, carmesí e hisopo. El sacerdote ordenará que maten a una de las avecillas en una vasija de barro sobre agua corriente. Entonces tomará a la avecilla viva, a ella y a la madera de cedro, el carmesí y el hisopo, y los sumergirá con la avecilla viva en la sangre de la avecilla que fue muerta sobre el agua corriente. Entonces la rociará siete veces sobre el que se purifica de la enfermedad de la lepra, y lo declarará limpio. Y dejará a la avecilla viva libre sobre la superficie del campo…” (Levítico 14:1-7)

Resulta evidente, entonces, que en aquella ocasión en que se presentó ante Juan en el río Jordán, Jesús puso en acto esta misma instrucción ordenada a Moisés para el día de la purificación del leproso, descripta en el libro del Levítico. El río Jordán era, desde luego, el agua corriente prescripta en dicho procedimiento. ¿Y no resulta también evidente que en aquella ocasión Jesús ocupó el lugar que en la instrucción de Moisés correspondía con el avecilla que, luego de ser sumergida, sobre aquella agua corriente, era liberada sobre la superficie del campo? La forma misma en la que el Espíritu descendió sobre Jesús —la de una paloma— parece señalar inconfundiblemente dicha correspondencia. Y sin embargo…

Sin embargo, ¿no tienen ustedes la sensación de que, al mismo tiempo, algo está fuera de lugar en esta correspondencia con la instrucción para la purificación del leproso que Jesús propusiera en el acto mismo de su bautismo? Ya que si se toma la totalidad de los hechos de la vida de Jesús, resulta innegable que el lugar que él tomó fue, no el de la segunda avecilla, aquella que debía ser liberada viva a campo abierto, sino la de la primera, la cual era muerta a fin de proveer la sangre en la que —entonces sí— era sumergida y con la que era luego rociada siete veces la segunda. ¿Qué es, entonces, lo que hemos de pensar al respecto? ¿Y cómo hemos de entender esta correspondencia?

Tal como he dicho más arriba, aun queda otra ocasión en la que el Señor siguió el itinerario de una instrucción que se encuentra en el libro del Levítico. Y tal como ya he dicho también, esta otra ocasión tuvo lugar en forma previa a su anuncio de las buenas nuevas del reino de Dios en su terruño, en Galilea. De hecho, si hemos de tomar como referencia el texto de los evangelios sinópticos, la misma ocurrió de inmediato, sin solución de continuidad, a la de su bautismo en el Jordán.

Es, de hecho, a aquella otra ocasión en la vida de Jesús y a su correspondencia con la instrucción de Moisés a la que me referiré en la siguiente entrega de esta serie, no sin antes traer a cuento aquí, a manera de cierre de estas líneas —y como un adelanto y un incentivo para la mente del lector verdaderamente interesado en ellas— estas palabras de la ya citada carta «A los hebreos» que contienen la clave misma de todo este asunto:

Al haber dicho entonces “He aquí que vengo, Dios, para hacer tu voluntad”, está quitando lo primero para establecer lo segundo. (Hebreos 10:9)

Y es que tal es, en efecto, la clave para comprender la finalidad del propósito de Dios para toda su creación y para toda la humanidad según se manifiesta en la forma de las cosas primeras y últimas…

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