El libro de los Salmos cuenta con varios ordenamientos en base a diversas categorías. Una de tales categorías la constituyen los títulos que encabezan casi todos los salmos que lo componen, títulos sólo incluidos por entero en su versión original hebrea y que se encuentran, todos ellos, pletóricos de indicaciones proféticas para el final de la era presente. La serie que en su encabezamiento incluye la directiva “No corrompas” —comprendida por los salmos 57 al 59 y por el salmo 75— es un ejemplo de ello, al punto de encontrarse inserta, de hecho, en el griego del libro de Apocalipsis.
Al igual que otros salmos cuyas declaraciones el autor de la carta «A los hebreos» hila a lo largo de su exposición del asunto principal de su discurso, el salmo 8 constituye un testimonio acerca de aquel a quien el Señor designara el «Hijo del Hombre», al cual —habiendo sido puesto en un comienzo en el mismo estado de fragilidad que el resto de sus congéneres— él mismo pondría por perenne gobernante de toda la tierra en la era venidera. Es, de hecho, este inconmensurable amor de Dios por toda la humanidad el que inspira las exaltadas expresiones del salmista.
Citado por el apóstol Pablo en un pasaje de su carta a los romanos que profetiza acerca de los últimos dos mil años de cristianismo, el salmo 19 ubica al lector atento frente a una paradoja. Todos, en efecto, han creído comprender muy bien aquello que el cielo narra, pero todos, también, han ignorado el tiempo en el que la historia anunciada una y otra vez por el cielo tendría su realización plena entre los hombres. Es así que hoy todos la consideran como un recordatorio de cosas pasadas y no como un anuncio de cosas a punto de cumplirse.
Pocas son las composiciones que integran el libro de los Salmos que contienen un cúmulo de revelaciones tan pertinentes para nuestros días como lo es el salmo 40. Es así que la carta «A los hebreos» tiene en algunos de sus pasajes el punto culminante de su advertencia a aquellos a los que está dirigida. Sin embargo, tal como el mismo salmo da a entender, nada impide tanto la visión como el cúmulo de las iniquidades. Tal el caso de los cristianos de los últimos días, a los cuales la acumulación colectiva de la iniquidad ha cegado casi por completo.
El salmo 118 es uno de lo más significativamente proféticos acerca de la liberación definitiva que Yahweh —es decir, el Señor Jesucristo— traería a su pueblo una vez que este finalmente aprendiese en qué han consistido siempre los procedimientos de su justicia. Entonado antiguamente en el séptimo día de la Fiesta de los Tabernáculos, conocido tradicionalmente como «El Gran Hosanna», ha sido uno de los salmos más citado por Jesús, quien dio así un clarísimo indicio de que las cosas allí expresadas aún aguardaban su cabal cumplimiento en dicho mismo contexto festivo en los últimos días de la era presente.
El Salmo 102 es un perfecto ejemplo de la ceguera que durante siglos ha embargado a judíos y a cristianos por igual. Su tema es el de un hombre mortalmente afligido que derrama ante Yahweh toda la angustia de quien ve su vida desgastarse día a día sin haber visto cumplida su liberación. Sin embargo, hacia el final, cuando ya todo parece haber sido dicho, la sorpresiva respuesta que al enunciante da el propio Yahweh constituye la revelación más maravillosa imaginable, respuesta que ha quedado registrada en la carta «A los hebreos» como un testimonio acerca del Hijo de Dios.
De manera sorprendentemente abarcadora y detallada —bien que valiéndose de un riquísimo lenguaje profético cuyo sentido es sólo discernible por quienes cuentan con las «arras del Espíritu» , para decirlo en los términos del apóstol Pablo en su carta a los santos de Roma—, el salmo 22 refiere las vicisitudes del Cristo y la gloria que seguiría a estas en la era por venir. En él, en efecto, se traza un itinerario que, partiendo de su insólita humillación entre los hombres, llega hasta su exaltación en medio de sus hermanos y entre las naciones que recibirá como su herencia.