El salmo 142 refleja el momento de la gran encrucijada en la vida de David, a la vez que se constituye en el último de los masquilim —las «composiciones para ser discernidas»— del libro de los Salmos. En él, vemos al futuro rey de Israel ocultándose en la cueva de Adulam, en su huída de la furia y los celos asesinos de su antecesor Saúl, grandemente angustiado y abatido por su pasado y con gran desorientación e incertidumbre respecto del futuro que Dios mismo le había augurado al enviar a Samuel a ungirlo como rey en medio de sus hermanos.
El tema del salmo 46 es la temprana protección que, en un tiempo de extrema convulsión entre las naciones, hallarán en Dios quienes están destinados a entrar en su ciudad una vez que esta sea establecida en la tierra. La indicación en el título que lo encabeza en el texto hebreo tiene todo el sabor de los ciento cuarenta y cuatro mil que en el libro de Apocalipsis siguen al Corderito por donde quiera que va, aquellos que han sido los únicos capaces de aprender y entonar la nueva canción que dará paso a la ya tan cercana era venidera.
Pese a compartir algunos elementos clave con el salmo 69 en su encabezamiento, el salmo 45 es de un tono completamente diferente al de aquel. Se trata, este, de una exuberante canción de amores dedicada al Cristo y a su amada Iglesia y cuyo lenguaje ensalza inmejorablemente el aspecto nupcial del asunto principal del evangelio y su concreción, la cual dará un solemne inicio a la era venidera. No es nada casual, entonces, que la carta «A los hebreos» contenga en los comienzos de su discurso sobre este Hijo de Dios una de las frases más reveladoras de este salmo.
El salmo 144 aborda proféticamente un momento sumamente álgido que tendría lugar en el final de la presente era, en el tiempo en que surgiría aquella canción nueva sobre la que puede leerse en algunos otros salmos, en el libro del profeta Isaías y en el libro de Apocalipsis, del cual podría decirse que es motivo principalísimo. Dicho momento consiste aquí en el conflicto, aún no resuelto, entre todo aquello que dicha nueva canción traerá al mundo en forma misteriosa y aquello otro que quienes no pueden aprenderla —ni mucho menos entonarla— se empeñarían en ofrecer como su espurio sucedáneo.
El salmo 69 se ha constituido desde siempre en un texto que invita a la perplejidad y a la confusión de los comentaristas cristianos de todos los tiempos. Y es que si, por un lado, algunas de las imágenes que propone tuvieron un cumplimiento literal en torno a la cruz que padeció el Señor Jesucristo, por el otro, nadie podría atribuir a este la insensatez y las culpas que el salmista consigna en primera persona, a manera de confesión, ni explicarse, por ende, por qué el apóstol Pablo y otros autores del Nuevo Testamento atribuyen resueltamente al Cristo semejantes confesiones.
Como uno de los masquilim o composiciones que incitan al discernimiento en el libro de los Salmos, el salmo 32 señala a un tiempo en que no solamente habría una vía abierta para la expiación del pecado entre el pueblo de Dios, sino también para la de su iniquidad. Y así, además de alentar a la confianza en Yahweh a la hora de confesar las propias transgresiones, el salmista llama a la docilidad frente a la instrucción del Espíritu en aquellos que han experimentado la misericordia de Dios en el Cristo, a fin de llegar a ser uno con él.
Dentro del orden de los masquilim —siendo un masquil, literalmente, una “composición que da discernimiento”— el salmo 55, atribuido en su título a David, presenta una situación en la que un varón de Dios se encuentra sujeto a la oposición y a la traición, en un contexto en que su ciudad se ha vuelto un lugar en el que reinan el subterfugio, la coerción y la controversia, junto a un deseo jadeante de acabar con el oponente. No se trata, en realidad, sino de una profecía acerca del Cristo en los días previos a su presencia manifiesta entre los suyos.