En el Salmo 73 se presenta una disquisición acerca de algo que siempre ha hecho dudar a la humanidad respecto de la justicia del orden dado por Dios al mundo y aun respecto de la propia existencia de este: la impiedad de quienes suelen llevar una vida muy próspera. La segunda mitad del salmo adquiere, sin embargo, el decidido tono profético de un discurso cuyo pleno sentido se encuentra en las vicisitudes del Cristo llamado a convertirse en el Hijo de Dios, vicisitudes que ciertamente son, en parte, experimentadas también por aquellos que estarán junto a él en su reino.
Dentro de los salmos de David, el Salmo 37 ocupa un lugar muy especial, ya que es la base de muchos dichos del Señor en su anuncio de las buenas nuevas del reino de Dios hace ya dos mil años. Leerlo deja la sensación de que dicho reino de justicia, belleza y gloria puede ya casi tocarse con la punta de los dedos. Hoy, de hecho, cuando su manifestación en la tierra se encuentra casi a las puertas, todas y cada una de sus palabras han de ser sopesadas por todos aquellos que irán a tener su parte en él.
El Salmo 64 es otro de los salmos de David dirigido «Al director», lo cual le da un decidido tono profético. El mismo propone, en su aparente sencillez, un asunto muy importante dentro del propósito general de Dios. En él, el salmista presenta el caso de quienes todo lo juzgan según la naturaleza humana con la intención de condenar al íntegro en base a sus debilidades, es decir, no otras que las mismas debilidades que configuran a sus propias experiencias humanas. Sin embargo, la diferencia en favor del íntegro respecto de los impíos es el discernimiento del propósito de Dios.
La oración de David que configura al Salmo 17 es, en más de un sentido, una continuación del salmo que lo precede. En efecto, en este último, el espíritu de la profecía adelanta que el Cristo sería librado de la corrupción propia del Seol, mientras que en el que nos ocupa anticipa su transformación a la semejanza de Yahweh. En este último sentido, el salmo establece un contraste entre aquellos que se sienten a sus anchas con la vida perecedera de la era presente y el siervo del Señor, cuya mira está puesta en la vida de la era venidera.
Con cierta afinidad respecto de la composición que lo antecede en el orden del Libro de los Salmos, el Salmo 10 se centra en la fragilidad sin remedio de la naturaleza humana y explora uno de sus casos más comunes. El impío —que de este se trata— es ante todo alguien que se recuesta sobre sus propios sentidos a la hora de discernir a Dios. Y como dichos sentidos no están sino volcados hacia la animalidad de una vida voraz y codiciosa, muy pronto pierde todo temor, volcando así toda su ciega rapacidad sobre las vidas de los más débiles.
Desde su misterioso título de encabezamiento, el Salmo 7 advierte que su contenido es un yerro o desliz cantado para Yahweh por parte de David a propósito de unas palabras o asuntos de un tal Cush, procedente, con toda probabilidad, de la tribu de Benjamín. Precisar, sin embargo, en qué cosa consiste este desliz por parte de David resulta difícil. Es posible que tal cosa se deba a expresiones suyas referidas a su propia justicia e integridad, siendo que el asunto principal del salmo consiste, precisamente, en la exaltación de la justicia de Dios como único fundamento de sus juicios.
El libro de los Salmos cuenta con varios ordenamientos en base a diversas categorías. Una de tales categorías la constituyen los títulos que encabezan casi todos los salmos que lo componen, títulos sólo incluidos por entero en su versión original hebrea y que se encuentran, todos ellos, pletóricos de indicaciones proféticas para el final de la era presente. La serie que en su encabezamiento incluye la directiva “No corrompas” —comprendida por los salmos 57 al 59 y por el salmo 75— es un ejemplo de ello, al punto de encontrarse inserta, de hecho, en el griego del libro de Apocalipsis.