De manera bastante clara para quienes tengan algún entendimiento, el salmo 115 se refiere al final de la era, es decir, a los días previos en que la vida del Hijo de Dios se manifestaría en la tierra. De ahí que establece una suerte de contundente dicotomía entre aquellos que en tales días pondrían su confianza en el Dios vivo que lo ha hecho todo y quienes, por el contrario, insistirían en confiar en toda hechura humana, conformando así el bando de los aferrados a la inepta (¡pero conocida!) experiencia de muerte que perseguirán hasta el fin en su actitud.
El carácter profético de todas y cada una de las composiciones que integran el libro de los Salmos resulta patente a la vista de cualquiera que las haya frecuentado con un ojo alumbrado por el Espíritu. En el caso del salmo 88 —y tal como sucede con el resto de las composiciones atribuidas a los hijos de Córaj, quien descendiera vivo al Seol luego de su rebelión contra Moisés en el desierto—, su tema es el de la prolongada estadía en una condición cuyo autor equipara con la muerte y de la que sólo Yahweh es capaz de rescatar.
Pocos parecen ser los que en verdad se han puesto a pensar que las bendiciones de la obediencia y las maldiciones de la desobediencia a la voz de Yahweh que se encuentran desgranadas en el libro del Deuteronomio eran, en realidad, el trazado de un programa cuyo cumplimiento el propio plan de Dios había determinado desde un comienzo para los últimos días de esta era. Tales días —que ya están sobre todos nosotros— deberían ser un claro indicio para aquellos que se consideran parte del pueblo de Dios y que en verdad aguardan la llegada visible de su glorioso reino.