El salmo 69 se ha constituido desde siempre en un texto que invita a la perplejidad y a la confusión de los comentaristas cristianos de todos los tiempos. Y es que si, por un lado, algunas de las imágenes que propone tuvieron un cumplimiento literal en torno a la cruz que padeció el Señor Jesucristo, por el otro, nadie podría atribuir a este la insensatez y las culpas que el salmista consigna en primera persona, a manera de confesión, ni explicarse, por ende, por qué el apóstol Pablo y otros autores del Nuevo Testamento atribuyen resueltamente al Cristo semejantes confesiones.
Como uno de los masquilim o composiciones que incitan al discernimiento en el libro de los Salmos, el salmo 32 señala a un tiempo en que no solamente habría una vía abierta para la expiación del pecado entre el pueblo de Dios, sino también para la de su iniquidad. Y así, además de alentar a la confianza en Yahweh a la hora de confesar las propias transgresiones, el salmista llama a la docilidad frente a la instrucción del Espíritu en aquellos que han experimentado la misericordia de Dios en el Cristo, a fin de llegar a ser uno con él.
Desde una paradoja que el propio Jesús plantease a los fariseos que lo acosaban en los días previos a su crucifixión hasta el reproche que el autor de la carta «A los hebreos» dirigiera a sus destinatarios a propósito de su exposición del mismo, el salmo 110 se presenta, a lo largo de todo el Nuevo Testamento, como el portador de un misterio. Dicho misterio —que no es otro que el del Cristo, revelado de antemano sólo a los consagrados por el propio espíritu de Dios— es el que en nuestros propios días será develado a la vista de todos.
Dentro del orden de los masquilim —siendo un masquil, literalmente, una “composición que da discernimiento”— el salmo 55, atribuido en su título a David, presenta una situación en la que un varón de Dios se encuentra sujeto a la oposición y a la traición, en un contexto en que su ciudad se ha vuelto un lugar en el que reinan el subterfugio, la coerción y la controversia, junto a un deseo jadeante de acabar con el oponente. No se trata, en realidad, sino de una profecía acerca del Cristo en los días previos a su presencia manifiesta entre los suyos.
Al igual que otros salmos cuyas declaraciones el autor de la carta «A los hebreos» hila a lo largo de su exposición del asunto principal de su discurso, el salmo 8 constituye un testimonio acerca de aquel a quien el Señor designara el «Hijo del Hombre», al cual —habiendo sido puesto en un comienzo en el mismo estado de fragilidad que el resto de sus congéneres— él mismo pondría por perenne gobernante de toda la tierra en la era venidera. Es, de hecho, este inconmensurable amor de Dios por toda la humanidad el que inspira las exaltadas expresiones del salmista.
Pocas son las composiciones que integran el libro de los Salmos que contienen un cúmulo de revelaciones tan pertinentes para nuestros días como lo es el salmo 40. Es así que la carta «A los hebreos» tiene en algunos de sus pasajes el punto culminante de su advertencia a aquellos a los que está dirigida. Sin embargo, tal como el mismo salmo da a entender, nada impide tanto la visión como el cúmulo de las iniquidades. Tal el caso de los cristianos de los últimos días, a los cuales la acumulación colectiva de la iniquidad ha cegado casi por completo.
El salmo 118 es uno de lo más significativamente proféticos acerca de la liberación definitiva que Yahweh —es decir, el Señor Jesucristo— traería a su pueblo una vez que este finalmente aprendiese en qué han consistido siempre los procedimientos de su justicia. Entonado antiguamente en el séptimo día de la Fiesta de los Tabernáculos, conocido tradicionalmente como «El Gran Hosanna», ha sido uno de los salmos más citado por Jesús, quien dio así un clarísimo indicio de que las cosas allí expresadas aún aguardaban su cabal cumplimiento en dicho mismo contexto festivo en los últimos días de la era presente.