La carta que Pablo dirigiera a los colosenses desde su prisión en Roma guarda un fuerte paralelismo temático, estructural e incluso lingüístico con la que enviara desde allí mismo a los efesios, al punto de dejar ambas la impresión de haber sido compuestas con una diferencia de días, incluso de horas. En ambos casos, el misterio del Cristo que se manifestaría entre las naciones destaca por sobre cualquier otro asunto, así como también el hecho de que los llamados y escogidos por Dios en el Cristo Jesús coheredarían el reino de Dios junto a él como miembros de su cuerpo.
Compuesta en algunos de sus tramos por extensísimos períodos que dificultan por momentos su lectura y la comprensión de su asunto principal, la carta de Pablo a los efesios constituye uno de los textos más reveladores del misterio del Cristo, al que Dios hubo ocultado por eras y por generaciones y de cuya administración se encargara el propio apóstol como parte de su anuncio de las buenas nuevas de Jesucristo a las naciones. El corazón de dicho misterio no es sólo el propio Cristo sino también, en no menor medida, el amor inalterable de este por su cuerpo, la Iglesia.
La carta de Pablo a los romanos constituye un auténtico tour de force de la exposición del plan de Dios para toda la humanidad. En ella no solamente se puede apreciar el entendimiento con que el espíritu de Dios dotó a Pablo a lo largo de los años, sino también su gran humildad y generosidad en su servicio a aquellos de las naciones que irían a creer en la buena nueva del Cristo. El resultado de todo ello viene a ser una suerte de guía imprescindible para quienes alguna vez han gustado del amor y de la gracia de Dios.
Las muchísimas coincidencias temático-lingüísticas que presentan el evangelio y las tres cartas de Juan no habrán pasado desapercibidas para cualquiera que ha estudiado dichos textos con un mínimo de atención. En cambio, nadie parece haber reparado en la significación de los mismos, especialmente en su vínculo profético con el libro de Apocalipsis. Todos ellos constituyen, en efecto, una suerte de puente temporal y generacional entre el siglo primero y el período previo al final de la era, es decir, nuestros propios días, luego de los cuales el Hijo de Dios reinará junto a los suyos desde el monte de Sión.
Las muchísimas coincidencias temático-lingüísticas que presentan el evangelio y las tres cartas de Juan no habrán pasado desapercibidas para cualquiera que ha estudiado dichos textos con un mínimo de atención. En cambio, nadie parece haber reparado en la significación de los mismos, especialmente en su vínculo profético con el libro de Apocalipsis. Todos ellos constituyen, en efecto, una suerte de puente temporal y generacional entre el siglo primero y el período previo al final de la era, es decir, nuestros propios días, luego de los cuales el Hijo de Dios reinará junto a los suyos desde el monte de Sión.
Incluido en los Escritos —junto al libro de los Salmos, el de Job y el de Rut, entre otros— el Cantar de los cantares es el texto más misterioso de todas las Escrituras hebreas. Sin duda, ha sido esta característica la que ha dado lugar, durante siglos y milenios, a las más dispares lecturas e interpretaciones de su contenido, comenzando por la dudosa atribución de su autoría al rey Salomón. En realidad, se trata de un escrito harto profético que señala, en términos personalísimos e íntimos, el despertar del amor entre el Cristo y su iglesia en los últimos días.