En su brevedad —y dando conclusión a la colección de los Salmos—, el Salmo 150 constituye una suerte de apoteótico resumen del tema central que recorre el libro. Se trata de una dichosísima y jubilosa exhortación a todo aquello que respira a alabar al Hijo de Dios, aludido a través de toda la colección bajo expresiones como «el ungido», «el siervo de Yahweh», «el santo» y, muy especialmente, «el director», figura esta última que se encuentra tan manifiesta hacia el final del libro de Apocalipsis como oculta en el resto de las Escrituras desde el mismísimo libro del Génesis.
El Salmo 148 es una exhortación de alabanza a Yahweh dirigida a toda su creación, cuya acotada enumeración se presenta, sin embargo, de no poca significación profética. En efecto, mencionando tanto elementos del cielo como de la tierra, la misma establece una suerte de paralelismo entre unos y otros, dando una clave de aquello que Yahweh ha planeado desde un comienzo de su creación. El cuerno que Dios exaltaría en favor de su pueblo es, desde luego, una clara y familiar alusión al Cristo, el Hijo de Dios que reinará sobre la tierra en la era venidera que se aproxima.
El Salmo 136 es una suerte de reformulación del tema del salmo que lo precede en la forma de una alabanza agradecida dirigida a Yahweh según la fórmula «porque es bueno, porque su bondad es permanente», muy cara a los judíos de Jerusalén desde los tiempos pre-exílicos, y mucho más querida aún desde el regreso de los exiliados a aquella ciudad en los días de Esdras. Aunque se centra en la liberación del pueblo de la servidumbre en Egipto para recibir por herencia la tierra de Canaán, el salmo exalta la permanente bondad de Yahweh para con toda su creación.
Al igual que otros salmos cuyas declaraciones el autor de la carta «A los hebreos» hila a lo largo de su exposición del asunto principal de su discurso, el salmo 8 constituye un testimonio acerca de aquel a quien el Señor designara el «Hijo del Hombre», al cual —habiendo sido puesto en un comienzo en el mismo estado de fragilidad que el resto de sus congéneres— él mismo pondría por perenne gobernante de toda la tierra en la era venidera. Es, de hecho, este inconmensurable amor de Dios por toda la humanidad el que inspira las exaltadas expresiones del salmista.
Con una gran economía de palabras —con las que, sin embargo, logra componer una bellísima y elocuentísima alabanza—, el autor del salmo 104 traza una grandiosa semblanza de Yahweh como creador y como sustentador de toda vida. En vano se buscará en ella la obsesión actual por cuestiones como el cambio climático en los términos en que las ha planteado, por ejemplo, el Papa Francisco en su encíclica «Laudato Si’», la cual, de hecho, supone una inaudita negación de la soberanía y del plan de Dios que sólo podría sumir a sus lectores en la más oscura desesperanza.
El Salmo 139 ha sido muy a menudo presentado como una afirmación de que la providencia de Dios comienza cuando el ser humano aún se encuentra en un estado embrionario, en plena formación dentro del vientre materno. Y aunque sin duda que tal cosa se halla implícita en los dichos que lo componen, lo cierto es que el tema principal del salmo en cuestión confronta al lector con una instancia —tan íntima y profunda como misteriosa— de los pensamientos que el siervo de Yahweh alberga dentro de sí respecto de los singularísimos términos de su vida y de su destino.