El Salmo 28 —otra de las composiciones de David que integra los Salmos— se orienta proféticamente hacia los días del Cristo en el final de la era, hacia el tiempo del cumplimiento del oráculo o asunto santo de Yahweh, el cual consiste, precisamente, en la salvación que este obraría con todo su pueblo por medio de su Cristo. En este contexto, la expresión “los que descienden a la fosa” que se lee al comienzo del salmo ha de entenderse como una alusión a los impíos, los cuales no gozarán de las bondades del reino de Dios en la era venidera.
De autoría de David y citado uno de sus pasajes por el apóstol Pablo en los comienzos de su anuncio de las buenas nuevas de Jesucristo a las naciones, el Salmo 16 constituye uno de los más antiguos testimonios del espíritu del Cristo en lo tocante a su liberación, por parte de Yahweh, del orden de cosas presente, representado aquí por el Seol. Aludiendo alegóricamente a un loteo de tierras, el salmista contrasta la suerte de aquellos que se afanan en pos de los cultos idolátricos de muerte y la de quienes han sido consagrados para servir al Dios vivo.
Atribuido en su título a David, el Salmo 13 forma parte de una serie integrada por varios salmos en la que proféticamente, en el fin de la era, el siervo del Señor derrama toda su ansiedad respecto del tiempo de su liberación, denostando el desgastante efecto que la aparente demora de Yahweh tiene sobre su vida y su ánimo a diario. Es esta profunda conciencia del espíritu acerca de la debilidad de la propia naturaleza humana la que establece la clave de este clamor a Yahweh, en que su siervo le recuerda indirectamente su promesa de salvarlo de la muerte.
Atendiendo al título que encabeza su texto hebreo original—el cual alude a «doncellas», el Salmo 9 remite la atención del lector al Salmo 46, con la salvedad de que este último se encuentra enunciado desde un plural, mientras que en el primero es sólo uno el que habla, a saber, David. El tema de ambos salmos es, por lo demás, el de la derrota de las naciones que irían en contra de Yahweh y de su pueblo en el final de la era, en el tiempo previo en que Sión sería establecida como asiento de juicio de la humanidad.
De manera bastante clara para quienes tengan algún entendimiento, el salmo 115 se refiere al final de la era, es decir, a los días previos en que la vida del Hijo de Dios se manifestaría en la tierra. De ahí que establece una suerte de contundente dicotomía entre aquellos que en tales días pondrían su confianza en el Dios vivo que lo ha hecho todo y quienes, por el contrario, insistirían en confiar en toda hechura humana, conformando así el bando de los aferrados a la inepta (¡pero conocida!) experiencia de muerte que perseguirán hasta el fin en su actitud.
En una colección especial e íntimamente tan profética como es el Libro de los Salmos, el Salmo 77 ocupa un lugar muy destacado. Su tema parecería agotarse en las proezas y maravillas de Dios en los días antiguos, en los que liberó a su pueblo de Egipto con mano poderosa. Sin embargo, todo esto no es sino parte de una meditación del siervo del Señor en medio de la angustia y el pesar reinantes en los últimos días de la era presente, en que la liberación se ha vuelto tan necesaria como entonces, si es que no aún mucho más.
Dentro de los salmos atribuidos a David, el Salmo 143 se ubica entre aquellos en los que el espíritu de la profecía extiende el sentido en el tiempo para dar voz a la súplica del siervo del Señor en el final de la era. En el caso presente, es desde dicho tiempo que se plantea una meditación en las obras efectuadas por Yahweh en los días de antaño o del oriente, ya que es así, en verdad, con este doble sentido, que se ha de entender la expresión «yamim miquedem» y otras similares que frecuentan los textos del Antiguo Testamento.