Parte integrante de la colección que compone los Escritos —tercera y última sección de los textos hebreos y arameos de las Escrituras—, el libro de Rut constituye un ejemplo conspicuo de intertextualidad profética. Sus vínculos con el Salmo 45 y con el Cantar de los Cantares —entre otros textos— son, además de innegables, un firme señalamiento del carácter y de los temas de la era que viene: la redención de la iglesia por parte del Cristo, así como también su matrimonio y su descendencia como preámbulo de la renovación de todas las cosas durante su reinado sobre la tierra.
Enviada por Pablo desde su prisión en Roma, la carta a los filipenses combina dichosamente una serie de detalles que hacen a la situación de su autor, a la de sus acompañantes y a la de sus destinatarios con uno de los pasajes más sorprendentes de todo el Nuevo Testamento: aquel en que, casi como al pasar, al instar a los filipenses a imitar al Cristo Jesús en su desprendimiento y en su humildad, Pablo identifica a este con Yahweh, algo que el cristianismo occidental parece no haber podido —o siquiera deseado— abordar cabalmente durante tantos y tantos siglos transcurridos.
La carta de Pablo a los romanos constituye un auténtico tour de force de la exposición del plan de Dios para toda la humanidad. En ella no solamente se puede apreciar el entendimiento con que el espíritu de Dios dotó a Pablo a lo largo de los años, sino también su gran humildad y generosidad en su servicio a aquellos de las naciones que irían a creer en la buena nueva del Cristo. El resultado de todo ello viene a ser una suerte de guía imprescindible para quienes alguna vez han gustado del amor y de la gracia de Dios.
Las muchísimas coincidencias temático-lingüísticas que presentan el evangelio y las tres cartas de Juan no habrán pasado desapercibidas para cualquiera que ha estudiado dichos textos con un mínimo de atención. En cambio, nadie parece haber reparado en la significación de los mismos, especialmente en su vínculo profético con el libro de Apocalipsis. Todos ellos constituyen, en efecto, una suerte de puente temporal y generacional entre el siglo primero y el período previo al final de la era, es decir, nuestros propios días, luego de los cuales el Hijo de Dios reinará junto a los suyos desde el monte de Sión.
De casi cierta autoría del apóstol Pablo, la carta «A los hebreos» constituye una exposición de diversos asuntos que hacen a la superioridad del Cristo en tanto que realidad perenne de la cual los diversos elementos del tabernáculo y del culto instituido por Dios a través de Moisés serían meros tipos y sombras temporales. Es precisamente en tal sentido que su contenido aborda los procedimientos del Día de las Expiaciones para recordar a sus destinatarios que Jesús es la homología del Hijo de Dios y del sumo sacerdote de la orden de Melquisedec que había tenido lugar en sus días.
Incluido en los Escritos —junto al libro de los Salmos, el de Job y el de Rut, entre otros— el Cantar de los cantares es el texto más misterioso de todas las Escrituras hebreas. Sin duda, ha sido esta característica la que ha dado lugar, durante siglos y milenios, a las más dispares lecturas e interpretaciones de su contenido, comenzando por la dudosa atribución de su autoría al rey Salomón. En realidad, se trata de un escrito harto profético que señala, en términos personalísimos e íntimos, el despertar del amor entre el Cristo y su iglesia en los últimos días.
Citado en algunos pasajes claves del Nuevo Testamento, el asunto que presenta el libro de Joel se compone de diversos aspectos que hacen al fin de la era presente y al comienzo de la era venidera. Su estructura presenta una cierta reformulación de algunos detalles que sugiere que aquello que Yahweh anuncia en un principio para su propio pueblo, finalmente recaería sobre sus enemigos. Esta especie de reversión de suertes es complementada por el reconocimiento del Cristo por parte de los hijos de Sión y por el juicio de las naciones que los habían expoliado durante la presente era.