Parte integrante de la colección que compone los Escritos —tercera y última sección de los textos hebreos y arameos de las Escrituras—, el libro de Rut constituye un ejemplo conspicuo de intertextualidad profética. Sus vínculos con el Salmo 45 y con el Cantar de los Cantares —entre otros textos— son, además de innegables, un firme señalamiento del carácter y de los temas de la era que viene: la redención de la iglesia por parte del Cristo, así como también su matrimonio y su descendencia como preámbulo de la renovación de todas las cosas durante su reinado sobre la tierra.
Lejos del ejercicio poético-filosófico más bien pesimista que la tradición judaica y cristiana vieron en él por más de dos milenios, el libro del Eclesiastés constituye un ejemplo de primer orden de las misteriosas formas en que el Espíritu de Dios comunica aquello a lo que el Apocalipsis llama «los asuntos de la profecía». Su lector ideal verá, entonces, cumplido ante sus propios ojos, aquel dicho de Jesús en el evangelio de Juan según el cual el viento sopla donde quiere, sin que se sepa de dónde viene ni adónde va, un dicho inspirado en las palabras del propio Eclesiastés.
Acaso como ningún otro libro del Antiguo Testamento, la sección del libro del profeta Isaías que comienza en su capítulo cuarenta y continúa hasta su mismo final presenta un esquema completo de los últimos días de la era y del comienzo de la era que viene. Se trata de un éxodo como el de Egipto, pero que esta vez tendrá a Babilonia como lugar de partida y a Sión como lugar de llegada de los redimidos por el siervo de Yahweh, quien, luego de cumplido su ministerio, es finalmente adoptado como Hijo de Dios con todos los atributos del Padre.
Citado en algunos pasajes claves del Nuevo Testamento, el asunto que presenta el libro de Joel se compone de diversos aspectos que hacen al fin de la era presente y al comienzo de la era venidera. Su estructura presenta una cierta reformulación de algunos detalles que sugiere que aquello que Yahweh anuncia en un principio para su propio pueblo, finalmente recaería sobre sus enemigos. Esta especie de reversión de suertes es complementada por el reconocimiento del Cristo por parte de los hijos de Sión y por el juicio de las naciones que los habían expoliado durante la presente era.
El libro del profeta Zacarías —claro complemento del libro de Hageo— es uno de los que más reverberaciones presenta en algunos libros del Nuevo Testamento, principalmente en los Evangelios y en el libro de Apocalipsis. Su tema principal es el de la restauración del remanente del pueblo de Dios en los últimos días de la presente era, es decir, en los nuestros. Dicha restauración vendría de la mano del siervo del Señor —el Cristo—, llamado aquí el Brote y simbolizado en el sumo sacerdote Josué hijo de Josadac, quien originalmente regresara a Jerusalén junto con los exiliados en Babilonia.
En su brevedad —y dando conclusión a la colección de los Salmos—, el Salmo 150 constituye una suerte de apoteótico resumen del tema central que recorre el libro. Se trata de una dichosísima y jubilosa exhortación a todo aquello que respira a alabar al Hijo de Dios, aludido a través de toda la colección bajo expresiones como «el ungido», «el siervo de Yahweh», «el santo» y, muy especialmente, «el director», figura esta última que se encuentra tan manifiesta hacia el final del libro de Apocalipsis como oculta en el resto de las Escrituras desde el mismísimo libro del Génesis.
El Salmo 72 pone fin a las oraciones de David, el hijo de Isaí, dentro del Libro de los Salmos. El asunto del mismo es, por lo demás, muy sencillo de percibir. En efecto, partiendo de la persona de su hijo Salomón, David profetiza acerca de su otro descendiente —el siervo del Señor, su Cristo y su Hijo—, quien reinaría sobre la tierra en la era venidera, la cual pronto, en nuestros propios días, tendrá su comienzo. Difícilmente se haya hecho una descripción más dichosa del propósito de Dios para con la humanidad durante la era que pronto llegará.