Siendo cronológicamente, según los eruditos, la primera de las misivas de Pablo que integran el Nuevo Testamento, la carta a los gálatas tiene las marcas de un mensaje escrito con gran premura. En ella, Pablo confronta a aquellos de la región de Galacia que, presa de los grupos judaizantes diseminados en diversos lugares del mundo romano, se estaban volviendo a un entendimiento farisaico —y, por ende, carnal— de la ley de Moisés. El resultado de dicha confrontación es uno de los textos más sustanciosos de Pablo en lo que hace a la buena nueva que este anunciaba a las naciones.
La carta de Pablo a los romanos constituye un auténtico tour de force de la exposición del plan de Dios para toda la humanidad. En ella no solamente se puede apreciar el entendimiento con que el espíritu de Dios dotó a Pablo a lo largo de los años, sino también su gran humildad y generosidad en su servicio a aquellos de las naciones que irían a creer en la buena nueva del Cristo. El resultado de todo ello viene a ser una suerte de guía imprescindible para quienes alguna vez han gustado del amor y de la gracia de Dios.
La carta de Santiago —atribuida al hermano de Jesús que fuera líder de la congregación de Jerusalén— ha entrado en la modernidad de la mano de la falsa y estéril dicotomía “fe versus hechos”, suscitada en torno a los escritos luteranos. Sin embargo, quienes han participado siempre en dicho debate han pasado completamente por alto —de uno y de otro lado— algunos groseros malentendidos propiciados por traducciones clásicas del documento que, desestimando otras posibilidades ciertas de traducción, contradicen a los testimonios del resto de las Escrituras respecto de Dios y su relación con la puesta a prueba de la fe.