Las muchísimas coincidencias temático-lingüísticas que presentan el evangelio y las tres cartas de Juan no habrán pasado desapercibidas para cualquiera que ha estudiado dichos textos con un mínimo de atención. En cambio, nadie parece haber reparado en la significación de los mismos, especialmente en su vínculo profético con el libro de Apocalipsis. Todos ellos constituyen, en efecto, una suerte de puente temporal y generacional entre el siglo primero y el período previo al final de la era, es decir, nuestros propios días, luego de los cuales el Hijo de Dios reinará junto a los suyos desde el monte de Sión.
De casi cierta autoría del apóstol Pablo, la carta «A los hebreos» constituye una exposición de diversos asuntos que hacen a la superioridad del Cristo en tanto que realidad perenne de la cual los diversos elementos del tabernáculo y del culto instituido por Dios a través de Moisés serían meros tipos y sombras temporales. Es precisamente en tal sentido que su contenido aborda los procedimientos del Día de las Expiaciones para recordar a sus destinatarios que Jesús es la homología del Hijo de Dios y del sumo sacerdote de la orden de Melquisedec que había tenido lugar en sus días.
Acaso como ningún otro libro del Antiguo Testamento, la sección del libro del profeta Isaías que comienza en su capítulo cuarenta y continúa hasta su mismo final presenta un esquema completo de los últimos días de la era y del comienzo de la era que viene. Se trata de un éxodo como el de Egipto, pero que esta vez tendrá a Babilonia como lugar de partida y a Sión como lugar de llegada de los redimidos por el siervo de Yahweh, quien, luego de cumplido su ministerio, es finalmente adoptado como Hijo de Dios con todos los atributos del Padre.
En su brevedad —y dando conclusión a la colección de los Salmos—, el Salmo 150 constituye una suerte de apoteótico resumen del tema central que recorre el libro. Se trata de una dichosísima y jubilosa exhortación a todo aquello que respira a alabar al Hijo de Dios, aludido a través de toda la colección bajo expresiones como «el ungido», «el siervo de Yahweh», «el santo» y, muy especialmente, «el director», figura esta última que se encuentra tan manifiesta hacia el final del libro de Apocalipsis como oculta en el resto de las Escrituras desde el mismísimo libro del Génesis.
El Salmo 72 pone fin a las oraciones de David, el hijo de Isaí, dentro del Libro de los Salmos. El asunto del mismo es, por lo demás, muy sencillo de percibir. En efecto, partiendo de la persona de su hijo Salomón, David profetiza acerca de su otro descendiente —el siervo del Señor, su Cristo y su Hijo—, quien reinaría sobre la tierra en la era venidera, la cual pronto, en nuestros propios días, tendrá su comienzo. Difícilmente se haya hecho una descripción más dichosa del propósito de Dios para con la humanidad durante la era que pronto llegará.
El Salmo 18 replica al que se encuentra al final del Segundo Libro de Samuel, dándole en el Libro de los Salmos un especial tono profético desde su misma dedicatoria: «Al director, al siervo de Yahweh». Esto último es una alusión al Cristo y a las vicisitudes que este experimentaría hacia el final de la era frente a sus enemigos, así como también a la victoria que Yahweh le daría sobre estos para dar paso así a su reinado en la era venidera. Su lenguaje bélico ha de entenderse ante todo como una prolongación del ensalzamiento de Yahweh, su salvador.
El Salmo 68 es de los más enigmáticos que integran la colección del Libro de los Salmos, la cual es ya de suyo harto enigmática en algunas de sus declaraciones proféticas. En el caso presente abundan, por ejemplo, los juegos de palabras sobre la base de dos y hasta de tres sentidos diferentes. Con todo, algunas expresiones en el salmo permiten afirmar con bastante certeza que el cuadro que este presenta pertenece al tópico de las «cosas primeras y últimas», esto es, de los comienzos de la obra de Dios en la era presente y, muy especialmente, de su final.