El asunto que hace al Salmo 35 de David es el de una insólita proliferación de enemigos ocultos dentro del entorno de conocidos de aquel que en el salmo dirige a Yahweh un pedido de defensa y de reivindicación, en un contexto de controversia judicial que recuerda no poco a las palabras del siervo del Señor en la segunda mitad del capítulo cincuenta del libro del profeta Isaías. Este y otros detalles del presente salmo indican a las claras que se trata, nuevamente, de una profecía acerca del Cristo y de sus vicisitudes en el final de la presente era.
En el Salmo 36, dedicado en su encabezamiento «al director, al siervo de Yahweh», el espíritu profético hace adentrarse a David en lugares muy profundos del alma humana y vislumbrar hasta qué punto, hacia el final de la era, muchísimos perderían todo temor de Dios, deslizándose hacia la vacuidad y, desde esta, hacia lo pernicioso. En contraposición a este cuadro, el Espíritu da a ver al salmista el de una humanidad renovada por la gracia de Dios, una vez que su justicia y su juicio hubiesen realizado todo su propósito para con ella, más allá, incluso, de la era venidera.
Con varias y fuertes reminiscencias lingüísticas de la segunda parte del libro de Isaías, el Salmo 149 forma parte de la serie de composiciones que hacen mención de la nueva canción que sólo podrían aprender aquellos que —al final de la era, a manera de primeros frutos— redimirá el Corderito, figura central en el libro de Apocalipsis. Así, la visión en él se ubica claramente en el comienzo de la era venidera, un momento crucial en que el Hijo de Dios ejecutará, junto a los suyos, juicio sobre las naciones y sus poderosos, al tiempo que corregirá a los pueblos.
En el Salmo 50 se presenta un momento similar al que puede verse en la historia registrada en el capítulo veinticinco del evangelio de Mateo, referida al momento en el que, al dar inicio a la era venidera, el Hijo del Hombre se sentará en su trono de gloria a juzgar a los sobrevivientes de entre las naciones, reunidos frente a él por sus santos emisarios. En tal sentido, el salmo es, para quien sea que fuese a prestarle atención, una advertencia respecto de qué cosas son las que agradan a Dios y qué cosas las que definitivamente le desagradan.
El Salmo 67 es una suerte de complemento del Salmo 61, ya que ubicado proféticamente en los albores de la era venidera formula en plural el asunto que en este último adquiere la singularidad propia del siervo del Señor. Se trata, más concretamente, de una canción de celebración que presenta similitudes con los salmos apoteóticos de Yahweh en los que se menciona la nueva canción que el pueblo de Dios llevaría a las naciones, no solamente a manera de buenas nuevas, sino también como medio para que las mismas reconociesen, al fin, el camino de Dios representado en su Hijo.
Con cierta afinidad respecto de la composición que lo antecede en el orden del Libro de los Salmos, el Salmo 10 se centra en la fragilidad sin remedio de la naturaleza humana y explora uno de sus casos más comunes. El impío —que de este se trata— es ante todo alguien que se recuesta sobre sus propios sentidos a la hora de discernir a Dios. Y como dichos sentidos no están sino volcados hacia la animalidad de una vida voraz y codiciosa, muy pronto pierde todo temor, volcando así toda su ciega rapacidad sobre las vidas de los más débiles.
En su justa brevedad, el Salmo 12 profetiza sobre el fin de la era presente, en el que la inmensa mayoría de la humanidad estaría dominada por la hipocresía propia de una mente desdoblada, la cual se mostraría por fuera complaciente y dócil, mientras que por dentro acariciaría con orgullo, empedernidamente, su supuesta autonomía de juicio para ir en pos de las cosas más viles y vacuas. El salmo presenta también el momento en que Yahweh se levantaría para actuar en favor de quienes sufren profundamente tal estado de cosas a fin de ponerlos a salvo de dicha generación desnaturalizada.