Pocas son las composiciones que integran el libro de los Salmos que contienen un cúmulo de revelaciones tan pertinentes para nuestros días como lo es el salmo 40. Es así que la carta «A los hebreos» tiene en algunos de sus pasajes el punto culminante de su advertencia a aquellos a los que está dirigida. Sin embargo, tal como el mismo salmo da a entender, nada impide tanto la visión como el cúmulo de las iniquidades. Tal el caso de los cristianos de los últimos días, a los cuales la acumulación colectiva de la iniquidad ha cegado casi por completo.
El salmo 118 es uno de lo más significativamente proféticos acerca de la liberación definitiva que Yahweh —es decir, el Señor Jesucristo— traería a su pueblo una vez que este finalmente aprendiese en qué han consistido siempre los procedimientos de su justicia. Entonado antiguamente en el séptimo día de la Fiesta de los Tabernáculos, conocido tradicionalmente como «El Gran Hosanna», ha sido uno de los salmos más citado por Jesús, quien dio así un clarísimo indicio de que las cosas allí expresadas aún aguardaban su cabal cumplimiento en dicho mismo contexto festivo en los últimos días de la era presente.
El Salmo 102 es un perfecto ejemplo de la ceguera que durante siglos ha embargado a judíos y a cristianos por igual. Su tema es el de un hombre mortalmente afligido que derrama ante Yahweh toda la angustia de quien ve su vida desgastarse día a día sin haber visto cumplida su liberación. Sin embargo, hacia el final, cuando ya todo parece haber sido dicho, la sorpresiva respuesta que al enunciante da el propio Yahweh constituye la revelación más maravillosa imaginable, respuesta que ha quedado registrada en la carta «A los hebreos» como un testimonio acerca del Hijo de Dios.
De manera sorprendentemente abarcadora y detallada —bien que valiéndose de un riquísimo lenguaje profético cuyo sentido es sólo discernible por quienes cuentan con las «arras del Espíritu» , para decirlo en los términos del apóstol Pablo en su carta a los santos de Roma—, el salmo 22 refiere las vicisitudes del Cristo y la gloria que seguiría a estas en la era por venir. En él, en efecto, se traza un itinerario que, partiendo de su insólita humillación entre los hombres, llega hasta su exaltación en medio de sus hermanos y entre las naciones que recibirá como su herencia.
El carácter profético de todas y cada una de las composiciones que integran el libro de los Salmos resulta patente a la vista de cualquiera que las haya frecuentado con un ojo alumbrado por el Espíritu. En el caso del salmo 88 —y tal como sucede con el resto de las composiciones atribuidas a los hijos de Córaj, quien descendiera vivo al Seol luego de su rebelión contra Moisés en el desierto—, su tema es el de la prolongada estadía en una condición cuyo autor equipara con la muerte y de la que sólo Yahweh es capaz de rescatar.
Atribuido tradicionalmente al profeta Jeremías y al que habría sido su lamento sobre la antigua Jerusalén —destruida en sus mismos días por el ejército del rey neo-caldeo Nabucodonosor—, el libro de las Lamentaciones parece ser en verdad una elegía profética sobre una ciudad a la que su autor equipara con aquella y cuyas vicisitudes tendrían lugar en los últimos días de la presente era. Debido a la relevancia que esto último asigna al mencionado libro, ofrezco aquí mi traducción del texto hebreo del mismo, acompañada, como de costumbre, de las notas que he juzgado pertinentes para su mejor intelección.
Dentro de los libros que componen las Escrituras, pocos hay tan mal entendidos —y, por ende, tan subestimados— como el libro del profeta Jonás. Todos o casi todos parecen haber visto en él apenas una historia ingenua, casi infantil, acerca del trato de Dios con los hombres. Sin embargo, según se lee en los evangelios sinópticos, ha sido el mismísimo Jesús quien validó el mensaje profético de la historia de Jonás señalándolo como un tipo y sombra del Hijo del Hombre. Es esta importancia manifiesta del libro la que me ha llevado a traducirlo del hebreo y a publicarlo aquí.