Las muchísimas coincidencias temático-lingüísticas que presentan el evangelio y las tres cartas de Juan no habrán pasado desapercibidas para cualquiera que ha estudiado dichos textos con un mínimo de atención. En cambio, nadie parece haber reparado en la significación de los mismos, especialmente en su vínculo profético con el libro de Apocalipsis. Todos ellos constituyen, en efecto, una suerte de puente temporal y generacional entre el siglo primero y el período previo al final de la era, es decir, nuestros propios días, luego de los cuales el Hijo de Dios reinará junto a los suyos desde el monte de Sión.
Acaso como ningún otro libro del Antiguo Testamento, la sección del libro del profeta Isaías que comienza en su capítulo cuarenta y continúa hasta su mismo final presenta un esquema completo de los últimos días de la era y del comienzo de la era que viene. Se trata de un éxodo como el de Egipto, pero que esta vez tendrá a Babilonia como lugar de partida y a Sión como lugar de llegada de los redimidos por el siervo de Yahweh, quien, luego de cumplido su ministerio, es finalmente adoptado como Hijo de Dios con todos los atributos del Padre.
En su brevedad —y dando conclusión a la colección de los Salmos—, el Salmo 150 constituye una suerte de apoteótico resumen del tema central que recorre el libro. Se trata de una dichosísima y jubilosa exhortación a todo aquello que respira a alabar al Hijo de Dios, aludido a través de toda la colección bajo expresiones como «el ungido», «el siervo de Yahweh», «el santo» y, muy especialmente, «el director», figura esta última que se encuentra tan manifiesta hacia el final del libro de Apocalipsis como oculta en el resto de las Escrituras desde el mismísimo libro del Génesis.
El título del Salmo 30 informa que el mismo se trata de una «canción de inauguración de la casa para David», lo cual indica una cierta evocación de los momentos difíciles del pasado hecha desde un presente de estabilidad y prosperidad. Tales contrapuntos configuran un cuadro altamente profético de las vicisitudes del Cristo en el final de la era y del momento en que, alcanzada la era venidera, daría las gracias a su Dios y Padre Yahweh por toda su gracia y su favor para con él, un simple hombre en quien siempre, según sus designios, tuviera puesta su atención.
El Salmo 21 de David se dirige, por un lado, a Yahweh y, por el otro, al siervo del Señor, no otro que el «director» del título del encabezamiento, tal como puede verse en los respectivos títulos de los Salmos 18 y 46. Su tema es doble: por una parte, la inmensa bondad de Yahweh para con su Cristo, descendiente de David, la cual, en la era venidera, se manifestaría a la vista de todos; por la otra, las hazañas heroicas que el Cristo desplegaría al vencer a todos sus enemigos y aborrecedores en el comienzo mismo de su reinado.
El Salmo 18 replica al que se encuentra al final del Segundo Libro de Samuel, dándole en el Libro de los Salmos un especial tono profético desde su misma dedicatoria: «Al director, al siervo de Yahweh». Esto último es una alusión al Cristo y a las vicisitudes que este experimentaría hacia el final de la era frente a sus enemigos, así como también a la victoria que Yahweh le daría sobre estos para dar paso así a su reinado en la era venidera. Su lenguaje bélico ha de entenderse ante todo como una prolongación del ensalzamiento de Yahweh, su salvador.
Carente de todo título de encabezamiento, el Salmo 71 es una suerte de continuación del salmo de David que lo antecede, el cual es, a su vez, un recordatorio fundado en el Salmo 40. En el caso presente, el espíritu de la profecía anticipa lo que podría llamarse una recomposición del ánimo y de la confianza del siervo del Señor, quien rememora las hazañas pasadas de Yahweh y su providencia para con él desde el vientre materno. Todo ello lo lleva a renovar su visión de la era venidera, en que contará sobre todas estas cosas a aquellos que vendrán.