Desde siempre —y debido a ciertos dichos del Señor, de sus profetas y de sus apóstoles—, la cristiandad en su conjunto ha anticipado una gran división que, en torno al Cristo, tendría lugar en los últimos días de la era. ¿Pero qué es, exactamente, aquello que provocaría dicha división?
La presente será la última entrega de esta serie que comencé aquí no hace tanto tiempo. Y es que, lejos de haberla pensado en los términos de una interminable apelación lanzada a ustedes —mis lectores— para que acepten la reconciliación que Dios ya ha hecho con el mundo y se reconcilien, a su vez, con él (2 Corintios 5:18-20), la concebí, en cambio, como una más bien breve indicación de la pronta manifestación de la verdad de Dios a fin de poner un término a la presente era y dar inicio al reino de Dios sobre la tierra. Estas y no otras son, precisamente, las buenas nuevas que dan título a esta serie…
Ahora bien, no hay —creo yo— una advertencia más importante y digna de ocupar las líneas de esta última entrega de mi serie que aquella a la que el apóstol Pablo ha dado en su segunda carta a los tesalonicenses refiriéndose a lo que ocurriría con esta misma verdad de Dios a manifestarse en nuestros días. La misma dice así:
El misterio ya está actuando, el de la iniquidad, sólo que está quien lo contiene hasta que se levante de en medio. Y entonces se pondrá de manifiesto el inicuo a quien el Señor consumirá con el aliento de su boca y desactivará con el esplendor de su presencia y cuya aparición es de acuerdo a la eficaz acción de Satanás, con todo poder, indicios y portentos falsos y con todo lo engañoso de la injusticia de los que van a la ruina por no recibir el amor de la verdad a fin de ser salvos. Y es por causa de esto que Dios les envía una eficaz operación de error para que estén creyendo a la mentira, a fin de que sean separados todos los que no han creído a la verdad sino que se han complacido en la injusticia. (2 Tesalonicenses 2:8-12)
Es muy importante que quien lee estas líneas comprenda bien lo que el apóstol Pablo dice en ellas. Lo que Pablo dice aquí es que en los días previos a la manifestación del reino de Dios se haría presente la verdad. Sin embargo, muchos rechazarían la verdad y retendrían su apego a una ignorancia voluntaria de la justicia de Dios, por lo cual Dios mismo les enviaría finalmente una fuerte operación de error encarnada en la aparición de un inicuo como ellos, un personaje cuyo surgimiento tendría todo el apoyo eficaz de Satanás y cuyo liderazgo todos los inicuos seguirían para su propia ruina.
Es precisamente por advertencias como esta de Pablo que he dedicado tanto espacio en esta serie para denunciar en la cara de la cristiandad —y de todos los que aun continúan pavoneándose de ser «cristianos» y que están, en verdad, dos veces muertos— la iniquidad en la que todos hemos vivido durante siglos y siglos y que a tantos ha alejado de Dios. Pero es el caso que no hay manera de volver a Dios sin dolerse mucho, primeramente, por el grado cero del amor al que ha llegado la cristiandad occidental por su hipocresía de cara a Dios y al resto de los seres humanos al tiempo que ha estado yendo siempre tras lo que ofrece este orden de cosas que pronto caerá para ya no volver a levantarse. Es este patético estado de cosas el que, durante tanto tiempo, ha constituido la auténtica industria de la iniquidad y nos ha sumido en esta iniquidad en que vivimos, en el estado de cosas presente que, según lo advirtiera Jesús hace dos mil años, sería el preludio del gran engaño que él mismo enviaría sobre todos (porque también, ¿quién es Jesucristo?). Es también esta misma iniquidad la que provoca la ceguera en tantísimos como para que no vean hasta qué punto el tiempo se ha cumplido y el reino de Dios se ha acercado; la misma que aleja de ellos al espíritu de Dios como para que no puedan entender nada de los acertijos del reino de Dios ni puedan dirigir sus miradas a las cosas primeras y últimas de su justicia. Y entonces, al estar todos tan ciegos a todas estas cosas, ¿cómo no iban a estarlo ante el hecho ciertísimo de que en nuestros días Dios hará algo nuevo?
Así las cosas, ¿quién se beneficiará realmente de las buenas nuevas que pronto serán anunciadas en las naciones con poder dado desde lo alto? Ni más ni menos que los que estén incluidos entre aquellos a los que Jesús se refiere en estas palabras dichas a Pilato poco antes de ser condenado a ser crucificado, registradas en el evangelio de Juan:
Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar un testimonio a la verdad. Todo aquel que es de la verdad escucha mi voz. (Juan 18:37)
¿Comprenden ustedes, mis lectores, que el propio Jesucristo —que es el Dios verdadero (1 Juan 5:20) y que aun hasta último momento habló oscura y figuradamente a sus discípulos acerca del Padre (Juan 16:25)— vino para brindar un testimonio a la verdad? ¿Y qué es, entonces, la verdad? O mejor dicho, ¿quién es la verdad? La verdad es el Cristo, el Hijo de Dios o, tal como se expresa Jesús en los evangelios, el Hijo del Hombre. Y es esta verdad la que en los días por venir causará aquella división que el Señor anunció en sus días al decir lo siguiente a quienes lo escuchaban:
Fuego vine a echar sobre la tierra, ¡y cuánto deseo que ya estuviese encendido! ¿Ustedes suponen que he venido a dar paz en la tierra? ¡Les digo que no, sino disensión! Porque de aquí en más cinco en una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres: el padre estará dividido contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra su suegra. (Lucas 12:51-53)
Y es que lo que en los días que vienen aguarda a esta generación hipócrita y pagada de sí misma, que se siente segura por transcurrir su camino hacia el reino de Dios sentada “a hombros de gigantes” —de los “gigantes” del cristianismo de todos los tiempos y sus torcidas doctrinas—, es la confrontación directa y sin atenuantes con estas otras palabras del Señor, a las que pocos parecen haberles prestado la atención debida:
¡Te celebro, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultas estas cosas de los sabios y de los inteligentes y las revelas a los infantes! ¡Sí, Padre, pues así resulta agradable ante ti! Todas las cosas me son entregadas por mi Padre. Y nadie reconoce al Hijo excepto el Padre, ni nadie reconoce al Padre excepto el Hijo y aquel a quien el Hijo se proponga revelarlo. (Mateo 11:25-27)
Entonces, muchos a quienes les han hecho creer durante años que eran parte del cuerpo del Cristo entenderán que no lo fueron nunca; y viceversa: muchos que jamás imaginaron que podían ser parte del cuerpo del Cristo y que ni tan siquiera tenían idea de qué cosa fuera eso, llegarán a unirse a él para dar inicio al reino de Dios. ¿Y cuál será, entonces, el lugar del resto de los cristianos sino el de la parábola de las ovejas y los cabritos (Mateo 25:31-46), ubicados dichosamente a la derecha del Hijo del Hombre o, infaustamente, a su izquierda?
¿Y cuál es la clave de todo esto? ¿Qué es lo que hará que unos estén de un lado o del otro del Hijo del Hombre? El amor. Y tal como dice el apóstol Juan en un pasaje de su primera carta que muchos han de pasar rápidamente en su lectura (es decir, ¡cuando hay siquiera una lectura!):
Si alguno dice “Yo amo a Dios”, pero detesta a su hermano, es un mentiroso. Ya que el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? (1 Juan 4:20)
Por lo cual, también:
El que dice estar en la luz al tiempo que detesta a su hermano, está, aún hasta ahora, en la oscuridad. El que ama a su hermano permanece en la luz y no hay tropiezo en él. Pero el que detesta a su hermano está en la oscuridad y anda en la oscuridad y no sabe adónde va, pues la oscuridad ha cegado sus ojos. (1 Juan 2:9-11)
Procuren, entonces, con toda la seriedad del caso, no andar en la oscuridad y reciban el amor de la verdad. Recuerden, de hecho, lo que el Señor dijo en una ocasión a sus discípulos:
Cuándo venga el Hijo del Hombre, ¿hallará la fe en la tierra? (Lucas 18:8)
¿No es esta una pregunta retórica de parte del Señor, una pregunta con la que expresa que, al venir el Hijo del Hombre, la fe ya no estaría en la tierra? Ahora bien, sea como fuere, yo les digo hoy a todos ustedes, mis lectores, algo que no admite siquiera ser formulado en la forma de una pregunta, sino, por el contrario, en la forma de la más rotunda afirmación. ¿Y qué cosa es la que les digo a ustedes con tanta seguridad? Que independientemente de si hallará o no la fe en la tierra, cuando el Hijo del Hombre venga hallará a cada cual en el lugar en el que debe estar, ya sea para ser un dichoso coheredero del reino de Dios o bien para ser un igualmente dichoso habitante del mismo o bien, muy por el contario, para ser expulsado incluso de sus contornos.
Procuren, entonces, hacerse amigos de la verdad ya desde ahora, antes de que lleguen los días que están por venir, cuando el Hijo del Hombre —que es la verdad— se manifieste. Y es que, sencillamente, la verdad no admitirá atenuantes de ningún tipo una vez que se haga presente en toda su contundencia. Tal como dice el libro del profeta Malaquías:
Vendrá de repente a su templo el Señor al que ustedes buscan y el mensajero del pacto en el que ustedes se complacen; he aquí que viene, ha dicho Yahweh de los ejércitos. ¿Y quién es el que soportará el día de su venida? ¿O quién será el que permanezca en pie cuando él se muestre? Ya que es como un fuego purificador y como un jabón de lavanderos. (Malaquías 3:1,2)