El Salmo 74 de Asaf —un masquíl o composición para despertar el discernimiento— es otra de las varias instancias en el Libro de los Salmos que da cuenta de las cosas primeras y últimas que hacen a la saga profética de Yahweh en su desapercibida marcha triunfal por la historia de la humanidad, desde los días del oriente hasta estos, los últimos de la presente era. En él, su autor —en nombre del pueblo, ya por mucho tiempo relegado y a punto de ser aniquilado por el enemigo— conmina a Dios a actuar como lo hiciera en el glorioso pasado.
El Salmo 135 constituye una alabanza a Yahweh que guarda ciertas similitudes proféticas con el Salmo 114, en la medida en que ambos se enfocan en el final de la era valiéndose de algunos elementos muy reconocibles del pasado, mayormente la liberación del pueblo que obrara Yahweh en la tierra de Egipto. En el caso presente, hay también reminiscencias del cántico de Moisés registrado hacia el final del libro del Deuteronomio, lo cual confirma que el enemigo de Israel en el final de la era sería, eminentemente, el “pueblo que no es pueblo”, una forma indirecta de señalar a Edom.
Dentro de la serie de los salmos que componen el Halél, el Salmo 114 no es solamente el más breve, sino también el más profético y enigmático de todos, siendo su tema principal un anuncio de las cosas últimas desde una mirada hacia las primeras. Su comienzo, en efecto, que parece despuntar el asunto de la salida de Israel de la tierra de Egipto hace ya unos tres mil quinientos años, pronto da lugar a un vislumbre de la poderosa liberación —emulación de la primera— que en el final de la era Yahweh obraría en otro lugar de la tierra.
El Salmo 113 da inicio a la serie conocida como el Halél, la cual se extiende hasta el Salmo 118, una serie de salmos que solían entonar quienes peregrinaban a la ciudad de Jerusalén de tiempos del segundo templo durante las fiestas principales, mayormente la fiesta de la Pascua. El presente salmo trata mayormente de la dichosa y poderosa singularidad de Yahweh, la cual es garante no solamente de la dicha de quienes han experimentado su gracia en la era presente, sino incluso de aquellos de entre las naciones que lo harán en la era venidera y aun más allá.
De manera acaso no tan evidente, el Salmo 76 integra una copiosa serie de testimonios que alude a las cosas primeras y últimas del propósito de Dios para la era presente, muy especialmente con vistas a su final. En él se presentan varios aspectos de un mismo asunto: Dios lleva todas las cosas hacia su climax, el cual tiene no sólo un tiempo, sino también un lugar: el monte de Sión. Y es que, en efecto, es allí donde el Hijo de Dios no sólo será alabado por su pueblo, sino también donde reunirá a sus adversarios para derrotarlos definitivamente.
El salmo 66 constituye una elocuentísima canción que el espíritu de la profecía pone en boca del salmista y que imprime a toda la composición el inconfundible sello de las cosas primeras y últimas, evidente, también, en algunos otros salmos. El tiempo de su enunciación es entre el final de la era actual y el inicio de la era venidera, lo cual deja suficientemente en claro la exhortación del siervo del Señor a todos los pueblos para que se regocijen en su Dios, quien tratara tan singularmente con su pueblo en el pasado y con él mismo en el presente.
En una colección especial e íntimamente tan profética como es el Libro de los Salmos, el Salmo 77 ocupa un lugar muy destacado. Su tema parecería agotarse en las proezas y maravillas de Dios en los días antiguos, en los que liberó a su pueblo de Egipto con mano poderosa. Sin embargo, todo esto no es sino parte de una meditación del siervo del Señor en medio de la angustia y el pesar reinantes en los últimos días de la era presente, en que la liberación se ha vuelto tan necesaria como entonces, si es que no aún mucho más.