De autoría de David y citado uno de sus pasajes por el apóstol Pablo en los comienzos de su anuncio de las buenas nuevas de Jesucristo a las naciones, el Salmo 16 constituye uno de los más antiguos testimonios del espíritu del Cristo en lo tocante a su liberación, por parte de Yahweh, del orden de cosas presente, representado aquí por el Seol. Aludiendo alegóricamente a un loteo de tierras, el salmista contrasta la suerte de aquellos que se afanan en pos de los cultos idolátricos de muerte y la de quienes han sido consagrados para servir al Dios vivo.
Tal como lo aclara su título, el Salmo 44 es un masquil, esto es, una composición para despertar un discernimiento o entendimiento profundo. Y resulta, en verdad, un hecho contundente el que este y otros salmos avanzan la revelación de las cosas de Dios por intermediación de su espíritu, inspirador, de hecho, de todas las Escrituras. En este y en otros salmos se trata, más concretamente, del discernimiento de las cosas primeras y de las últimas, así como del contexto espacio-temporal que enmarca a unas y a otras; todo ello, además, contemplado proféticamente desde el final de la era presente.
No sería exagerado afirmar que el Salmo 89 es uno de los textos principalísimos que configuran todo aquello que se ha dicho y podría decirse acerca del Cristo. Ello se manifiesta muy claramente en el lugar que algunos de sus pasajes tienen en el mismísimo libro de Apocalipsis, el cual corona a todo el asunto del que habla el resto de las Escrituras. Sin embargo, el cristianismo todo nunca ha dejado de ver su contenido y el de otras profecías como a través de un vidrio esmerilado, algo que pronto dejará de ser para dar lugar a lo perfecto.
El Salmo 6 es uno de los más breves dentro del libro de los Salmos. No obstante ello, su importancia profética es innegable, incluso preeminente. Esto se debe al hecho de que, en su evangelio, Juan registra el momento en que Jesús cita unas palabras de dicho salmo en el mismo día de su entrada triunfal en Jerusalén, a sabiendas de lo que allí le aguardaba en breve, a saber: su muerte en la cruz y su resurrección como una forma de glorificar el nombre del Padre y de rescatar a toda la humanidad de la muerte y del Seol.
El capítulo 38 del libro del profeta Isaías documenta un escrito harto profético compuesto por Ezequías, rey de Judá del linaje de David, luego de que se recobrara de una enfermedad de muerte que le enviara Yahweh. Su contenido, en efecto, evidencia una serie de temas que tienden un puente entre algunos textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, más concretamente entre algunos salmos y un célebre dicho de Jesús a uno de sus principales discípulos en el evangelio de Mateo, el cual ha sido durante ya tantos siglos objeto de disputa entre las tres principales ramas de la cristiandad.
El salmo 142 refleja el momento de la gran encrucijada en la vida de David, a la vez que se constituye en el último de los masquilim —las «composiciones para ser discernidas»— del libro de los Salmos. En él, vemos al futuro rey de Israel ocultándose en la cueva de Adulam, en su huída de la furia y los celos asesinos de su antecesor Saúl, grandemente angustiado y abatido por su pasado y con gran desorientación e incertidumbre respecto del futuro que Dios mismo le había augurado al enviar a Samuel a ungirlo como rey en medio de sus hermanos.
Pese a compartir algunos elementos clave con el salmo 69 en su encabezamiento, el salmo 45 es de un tono completamente diferente al de aquel. Se trata, este, de una exuberante canción de amores dedicada al Cristo y a su amada Iglesia y cuyo lenguaje ensalza inmejorablemente el aspecto nupcial del asunto principal del evangelio y su concreción, la cual dará un solemne inicio a la era venidera. No es nada casual, entonces, que la carta «A los hebreos» contenga en los comienzos de su discurso sobre este Hijo de Dios una de las frases más reveladoras de este salmo.