El salmo 25 es una oración de David en la que este recuerda a Yahweh su espera en pos de la liberación en medio de fuertes sentimientos de soledad y aflicción, propiciados por la traición y por el odio inclaudicable de quienes se le volvieron enemigos gratuitamente. Dicho contexto propicia una serie de declaraciones importantísimas respecto de quiénes son aquellos que llegarán a conocer el pacto de Yahweh, un pacto fundado en la gracia y en la lealtad que él demuestra a aquellos que esperan en él en todo tiempo para el perdón de sus pecados y de sus iniquidades.
Pese a ser uno de los más breves de toda la colección del Libro de los Salmos, el Salmo 15 —atribuido a David— resulta de un interés muy particular. En él, una simple pregunta deriva en una guía para transitar la vida en esta era presente que ya se termina, de manera de alcanzar la dicha en la era venidera pronto a comenzar, aquella en la que el reino de Dios tendrá un inicio visible entre los hombres. Por lo demás, que el salmo profetiza de la era venidera queda de manifiesto en la pregunta misma que le da inicio.
La oración de David que configura al Salmo 17 es, en más de un sentido, una continuación del salmo que lo precede. En efecto, en este último, el espíritu de la profecía adelanta que el Cristo sería librado de la corrupción propia del Seol, mientras que en el que nos ocupa anticipa su transformación a la semejanza de Yahweh. En este último sentido, el salmo establece un contraste entre aquellos que se sienten a sus anchas con la vida perecedera de la era presente y el siervo del Señor, cuya mira está puesta en la vida de la era venidera.
De autoría de David y citado uno de sus pasajes por el apóstol Pablo en los comienzos de su anuncio de las buenas nuevas de Jesucristo a las naciones, el Salmo 16 constituye uno de los más antiguos testimonios del espíritu del Cristo en lo tocante a su liberación, por parte de Yahweh, del orden de cosas presente, representado aquí por el Seol. Aludiendo alegóricamente a un loteo de tierras, el salmista contrasta la suerte de aquellos que se afanan en pos de los cultos idolátricos de muerte y la de quienes han sido consagrados para servir al Dios vivo.
Atribuido en su título a David, el Salmo 13 forma parte de una serie integrada por varios salmos en la que proféticamente, en el fin de la era, el siervo del Señor derrama toda su ansiedad respecto del tiempo de su liberación, denostando el desgastante efecto que la aparente demora de Yahweh tiene sobre su vida y su ánimo a diario. Es esta profunda conciencia del espíritu acerca de la debilidad de la propia naturaleza humana la que establece la clave de este clamor a Yahweh, en que su siervo le recuerda indirectamente su promesa de salvarlo de la muerte.
Atendiendo al título que encabeza su texto hebreo original—el cual alude a «doncellas», el Salmo 9 remite la atención del lector al Salmo 46, con la salvedad de que este último se encuentra enunciado desde un plural, mientras que en el primero es sólo uno el que habla, a saber, David. El tema de ambos salmos es, por lo demás, el de la derrota de las naciones que irían en contra de Yahweh y de su pueblo en el final de la era, en el tiempo previo en que Sión sería establecida como asiento de juicio de la humanidad.
Dentro de los salmos atribuidos a David, el Salmo 143 se ubica entre aquellos en los que el espíritu de la profecía extiende el sentido en el tiempo para dar voz a la súplica del siervo del Señor en el final de la era. En el caso presente, es desde dicho tiempo que se plantea una meditación en las obras efectuadas por Yahweh en los días de antaño o del oriente, ya que es así, en verdad, con este doble sentido, que se ha de entender la expresión «yamim miquedem» y otras similares que frecuentan los textos del Antiguo Testamento.