Las buenas nuevas que serán anunciadas en los días que vienen como preludio del final de esta era sólo podrían ser dichosamente recibidas de darse también un arrepentimiento respecto de la iniquidad. ¿Pero cómo arrepentirse de esta, cuando ni siquiera se sabe en qué consiste ni qué la ha constituido?
Pese a compartir algunos elementos clave con el salmo 69 en su encabezamiento, el salmo 45 es de un tono completamente diferente al de aquel. Se trata, este, de una exuberante canción de amores dedicada al Cristo y a su amada Iglesia y cuyo lenguaje ensalza inmejorablemente el aspecto nupcial del asunto principal del evangelio y su concreción, la cual dará un solemne inicio a la era venidera. No es nada casual, entonces, que la carta «A los hebreos» contenga en los comienzos de su discurso sobre este Hijo de Dios una de las frases más reveladoras de este salmo.
El salmo 144 aborda proféticamente un momento sumamente álgido que tendría lugar en el final de la presente era, en el tiempo en que surgiría aquella canción nueva sobre la que puede leerse en algunos otros salmos, en el libro del profeta Isaías y en el libro de Apocalipsis, del cual podría decirse que es motivo principalísimo. Dicho momento consiste aquí en el conflicto, aún no resuelto, entre todo aquello que dicha nueva canción traerá al mundo en forma misteriosa y aquello otro que quienes no pueden aprenderla —ni mucho menos entonarla— se empeñarían en ofrecer como su espurio sucedáneo.
Como el de varios otros salmos dedicados «Al director» en los títulos que los encabezan, el salmo 41 refiere un período de expectativa que transcurre en medio de la debilidad y el abatimiento a la vez que se adentra, con los ojos de la fe, en la era venidera, en la que el Cristo ejercerá su reinado de misericordia, juicio y justicia sobre la tierra. Se trata este de un esquema que reproduce inconfundiblemente la fe del anciano Abraham, quien antepuso su expectativa fundada sobre las promesas de Dios a aquella otra expectativa que le dictaban sus propios sentidos humanos.
Desde una paradoja que el propio Jesús plantease a los fariseos que lo acosaban en los días previos a su crucifixión hasta el reproche que el autor de la carta «A los hebreos» dirigiera a sus destinatarios a propósito de su exposición del mismo, el salmo 110 se presenta, a lo largo de todo el Nuevo Testamento, como el portador de un misterio. Dicho misterio —que no es otro que el del Cristo, revelado de antemano sólo a los consagrados por el propio espíritu de Dios— es el que en nuestros propios días será develado a la vista de todos.
El salmo 118 es uno de lo más significativamente proféticos acerca de la liberación definitiva que Yahweh —es decir, el Señor Jesucristo— traería a su pueblo una vez que este finalmente aprendiese en qué han consistido siempre los procedimientos de su justicia. Entonado antiguamente en el séptimo día de la Fiesta de los Tabernáculos, conocido tradicionalmente como «El Gran Hosanna», ha sido uno de los salmos más citado por Jesús, quien dio así un clarísimo indicio de que las cosas allí expresadas aún aguardaban su cabal cumplimiento en dicho mismo contexto festivo en los últimos días de la era presente.
El Salmo 102 es un perfecto ejemplo de la ceguera que durante siglos ha embargado a judíos y a cristianos por igual. Su tema es el de un hombre mortalmente afligido que derrama ante Yahweh toda la angustia de quien ve su vida desgastarse día a día sin haber visto cumplida su liberación. Sin embargo, hacia el final, cuando ya todo parece haber sido dicho, la sorpresiva respuesta que al enunciante da el propio Yahweh constituye la revelación más maravillosa imaginable, respuesta que ha quedado registrada en la carta «A los hebreos» como un testimonio acerca del Hijo de Dios.