El capítulo 38 del libro del profeta Isaías documenta un escrito harto profético compuesto por Ezequías, rey de Judá del linaje de David, luego de que se recobrara de una enfermedad de muerte que le enviara Yahweh. Su contenido, en efecto, evidencia una serie de temas que tienden un puente entre algunos textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, más concretamente entre algunos salmos y un célebre dicho de Jesús a uno de sus principales discípulos en el evangelio de Mateo, el cual ha sido durante ya tantos siglos objeto de disputa entre las tres principales ramas de la cristiandad.
El libro de Sofonías fue compuesto en base a un asunto recibido por el profeta homónimo hacia mediados del siglo noveno a. C. Sin embargo, nada de lo anunciado en él se refiere a otra cosa que no sea el portentoso día de la ira de Yahweh, tiempo en el que tanto su pueblo como las naciones circundantes recibirían la retribución debida a sus actos como preámbulo de aquello a lo que el apóstol Pedro llamara la «restauración de todas las cosas». Se trata, en definitiva, de una visión acerca de nuestros propios días, los ultimísimos de la presente era.
El salmo 142 refleja el momento de la gran encrucijada en la vida de David, a la vez que se constituye en el último de los masquilim —las «composiciones para ser discernidas»— del libro de los Salmos. En él, vemos al futuro rey de Israel ocultándose en la cueva de Adulam, en su huída de la furia y los celos asesinos de su antecesor Saúl, grandemente angustiado y abatido por su pasado y con gran desorientación e incertidumbre respecto del futuro que Dios mismo le había augurado al enviar a Samuel a ungirlo como rey en medio de sus hermanos.
El tema del salmo 46 es la temprana protección que, en un tiempo de extrema convulsión entre las naciones, hallarán en Dios quienes están destinados a entrar en su ciudad una vez que esta sea establecida en la tierra. La indicación en el título que lo encabeza en el texto hebreo tiene todo el sabor de los ciento cuarenta y cuatro mil que en el libro de Apocalipsis siguen al Corderito por donde quiera que va, aquellos que han sido los únicos capaces de aprender y entonar la nueva canción que dará paso a la ya tan cercana era venidera.
Como el de varios otros salmos dedicados «Al director» en los títulos que los encabezan, el salmo 41 refiere un período de expectativa que transcurre en medio de la debilidad y el abatimiento a la vez que se adentra, con los ojos de la fe, en la era venidera, en la que el Cristo ejercerá su reinado de misericordia, juicio y justicia sobre la tierra. Se trata este de un esquema que reproduce inconfundiblemente la fe del anciano Abraham, quien antepuso su expectativa fundada sobre las promesas de Dios a aquella otra expectativa que le dictaban sus propios sentidos humanos.
El salmo 69 se ha constituido desde siempre en un texto que invita a la perplejidad y a la confusión de los comentaristas cristianos de todos los tiempos. Y es que si, por un lado, algunas de las imágenes que propone tuvieron un cumplimiento literal en torno a la cruz que padeció el Señor Jesucristo, por el otro, nadie podría atribuir a este la insensatez y las culpas que el salmista consigna en primera persona, a manera de confesión, ni explicarse, por ende, por qué el apóstol Pablo y otros autores del Nuevo Testamento atribuyen resueltamente al Cristo semejantes confesiones.
Desde una paradoja que el propio Jesús plantease a los fariseos que lo acosaban en los días previos a su crucifixión hasta el reproche que el autor de la carta «A los hebreos» dirigiera a sus destinatarios a propósito de su exposición del mismo, el salmo 110 se presenta, a lo largo de todo el Nuevo Testamento, como el portador de un misterio. Dicho misterio —que no es otro que el del Cristo, revelado de antemano sólo a los consagrados por el propio espíritu de Dios— es el que en nuestros propios días será develado a la vista de todos.