El salmo 118 es uno de lo más significativamente proféticos acerca de la liberación definitiva que Yahweh —es decir, el Señor Jesucristo— traería a su pueblo una vez que este finalmente aprendiese en qué han consistido siempre los procedimientos de su justicia. Entonado antiguamente en el séptimo día de la Fiesta de los Tabernáculos, conocido tradicionalmente como «El Gran Hosanna», ha sido uno de los salmos más citado por Jesús, quien dio así un clarísimo indicio de que las cosas allí expresadas aún aguardaban su cabal cumplimiento en dicho mismo contexto festivo en los últimos días de la era presente.
De manera sorprendentemente abarcadora y detallada —bien que valiéndose de un riquísimo lenguaje profético cuyo sentido es sólo discernible por quienes cuentan con las «arras del Espíritu» , para decirlo en los términos del apóstol Pablo en su carta a los santos de Roma—, el salmo 22 refiere las vicisitudes del Cristo y la gloria que seguiría a estas en la era por venir. En él, en efecto, se traza un itinerario que, partiendo de su insólita humillación entre los hombres, llega hasta su exaltación en medio de sus hermanos y entre las naciones que recibirá como su herencia.
El cuadro que presenta el salmo 83 jamás tuvo lugar en los días en que el pueblo de Israel moraba en la tierra de Canaán, en el Antiguo Medio Oriente. Su tema es el de una conspiración generalizada de todos los pueblos a su alrededor —entre los cuales, sin embargo, sugestivamente, Egipto está ausente—, los cuales aspiran a destruir por completo al pueblo de Dios a fin de poseer su territorio. Puesto que se trata, evidentemente, de un símil profético llamado a transcurrir en el final de la era presente, hoy ofrezco aquí mi traducción de su texto hebreo.
Atribuido tradicionalmente al profeta Jeremías y al que habría sido su lamento sobre la antigua Jerusalén —destruida en sus mismos días por el ejército del rey neo-caldeo Nabucodonosor—, el libro de las Lamentaciones parece ser en verdad una elegía profética sobre una ciudad a la que su autor equipara con aquella y cuyas vicisitudes tendrían lugar en los últimos días de la presente era. Debido a la relevancia que esto último asigna al mencionado libro, ofrezco aquí mi traducción del texto hebreo del mismo, acompañada, como de costumbre, de las notas que he juzgado pertinentes para su mejor intelección.
El cántico o canción de Moisés que se encuentra casi al final del libro del Deuteronomio constituye el testimonio vivo que debía quedar para aquellos de su pueblo sobre los que vendrían muchos males, en los últimos días de esta era, a consecuencia de haber abandonado a Yahweh para ir en pos de los demonios y de los dioses extranjeros. Puesto que dichos últimos días son los nuestros, me ha parecido bien publicar aquí la traducción anotada de esta canción testimonial, prueba definitiva de que el Dios vivo en verdad ha narrado, mediante su Espíritu, el final desde el principio.
Pocos parecen ser los que en verdad se han puesto a pensar que las bendiciones de la obediencia y las maldiciones de la desobediencia a la voz de Yahweh que se encuentran desgranadas en el libro del Deuteronomio eran, en realidad, el trazado de un programa cuyo cumplimiento el propio plan de Dios había determinado desde un comienzo para los últimos días de esta era. Tales días —que ya están sobre todos nosotros— deberían ser un claro indicio para aquellos que se consideran parte del pueblo de Dios y que en verdad aguardan la llegada visible de su glorioso reino.
Las así llamadas «bendiciones de la obediencia y maldiciones de la desobediencia» que se encuentran formuladas hacia el final del libro del Deuteronomio constituyen una anticipación de lo que ocurriría con el pueblo de Dios si es que obedecía a Yahweh —su redentor de la durísima servidumbre que había padecido en Egipto— o si, en cambio, hacía caso omiso a su instrucción. En realidad —tal como ocurre, de hecho, con el resto de las Escrituras—, estas y otras cosas han sido formuladas con vistas al final de esta era, en el que todo tiene y tendrá su cabal cumplimiento.