El Salmo 72 pone fin a las oraciones de David, el hijo de Isaí, dentro del Libro de los Salmos. El asunto del mismo es, por lo demás, muy sencillo de percibir. En efecto, partiendo de la persona de su hijo Salomón, David profetiza acerca de su otro descendiente —el siervo del Señor, su Cristo y su Hijo—, quien reinaría sobre la tierra en la era venidera, la cual pronto, en nuestros propios días, tendrá su comienzo. Difícilmente se haya hecho una descripción más dichosa del propósito de Dios para con la humanidad durante la era que pronto llegará.
El Salmo 21 de David se dirige, por un lado, a Yahweh y, por el otro, al siervo del Señor, no otro que el «director» del título del encabezamiento, tal como puede verse en los respectivos títulos de los Salmos 18 y 46. Su tema es doble: por una parte, la inmensa bondad de Yahweh para con su Cristo, descendiente de David, la cual, en la era venidera, se manifestaría a la vista de todos; por la otra, las hazañas heroicas que el Cristo desplegaría al vencer a todos sus enemigos y aborrecedores en el comienzo mismo de su reinado.
El Salmo 18 replica al que se encuentra al final del Segundo Libro de Samuel, dándole en el Libro de los Salmos un especial tono profético desde su misma dedicatoria: «Al director, al siervo de Yahweh». Esto último es una alusión al Cristo y a las vicisitudes que este experimentaría hacia el final de la era frente a sus enemigos, así como también a la victoria que Yahweh le daría sobre estos para dar paso así a su reinado en la era venidera. Su lenguaje bélico ha de entenderse ante todo como una prolongación del ensalzamiento de Yahweh, su salvador.
El Salmo 145 es una alabanza de David que mira proféticamente hacia la era venidera, en la que Yahweh reinará sobre toda la tierra conforme a las disposiciones de su propósito primigenio y de los procedimientos de su justicia para justificar a toda la humanidad una vez cumplidas las eras que preparara para ello. Se trata, más especialmente, de un ensalzamiento del carácter heroico del Hijo de Dios y de una cierta enumeración de sus bondades para con sus hermanos, los humanos entre los que naciera a fin de librarlos de todo mal y redimirlos del poder de la muerte.
Al comienzo mismo de los Hechos de los Apóstoles, aplicándolas a la traición de Judas contra el Señor y a su reemplazo entre los apóstoles, el apóstol Pedro cita unas palabras del Salmo 109, acaso el más duro de todos los que integran el Libro de los Salmos. Se ignora, de hecho, qué episodio de la vida de David, su autor, ha dado el contexto para la composición del mismo. Pero la dedicatoria en su título de encabezamiento y la cita de Pedro dejan en claro que se trata de una profecía del Cristo en el final de la era.
El Salmo 141 de David contiene indicios patentes de que se trata de una profecía orientada hacia los días del Cristo en el final de la era. En él, la oración a Yahweh es comparada con el incienso que solía ahumar y perfumar el lugar santísimo en los días del antiguo templo en Jerusalén, y la ofrenda es presentada como un sacrificio voluntario al Dios que cuida, preserva y disciplina a los que son suyos. Por cierto que todo ello se corresponde muy bien con la ya manifestada auténtica meta de la antigua instrucción levítica, la cual era un Cristo.
El Salmo 31 de David se refiere proféticamente al siervo del Señor en el final de la era. En él, el espíritu de la profecía se adentra en los íntimos pensamientos del alma del Cristo en su dirigirse a Yahweh, su Señor y salvador, quien ha guiado su vida desde el vientre de su madre hasta el momento de su adopción como el Hijo. Son tales pensamientos en su caminar por las sendas de Dios los que lo llevan a la hermosa exhortación del final dirigida a todos aquellos que, al igual que él, han experimentado la gracia de Yahweh.