El tópico de las «cosas primeras y últimas» no sólo contiene el procedimiento de Dios para la justificación de toda humanidad, sino también la clave para transitar dichosamente estos últimos días. ¿Pero cómo irían a reconocer todas estas cosas quienes permanecen atados al pasado por las enseñanzas erróneas de siglos?
No hay otro lugar en las Escrituras en que el procedimiento de la justicia de Dios pueda verse tan completamente como en la instrucción para el Día de la Expiación, en el libro del Levítico. ¿Pero por qué iría Dios a desplegarlo veladamente, recurriendo a los tipos y las sombras?
Quienes hayan dedicado tiempo a una lectura meditada de las Escrituras, pueden haber reparado en que estas presentan —consistentemente y en todos o en casi todos sus libros— una serie de testimonios sobre lo que podría llamarse las «cosas primeras y últimas». ¿Pero habrá entendido alguien el mensaje de estas?
De todos los acertijos propuestos por Jesús hace dos mil años, hay uno que, presentado en forma doble, resulta especialmente relevante para nuestros días, ya que provee a estos del sentido pleno de la justicia de Dios. ¿Pero podrán acaso entenderlo hoy los cristianos que se aferran a la tradición?
El asunto que hace al Salmo 35 de David es el de una insólita proliferación de enemigos ocultos dentro del entorno de conocidos de aquel que en el salmo dirige a Yahweh un pedido de defensa y de reivindicación, en un contexto de controversia judicial que recuerda no poco a las palabras del siervo del Señor en la segunda mitad del capítulo cincuenta del libro del profeta Isaías. Este y otros detalles del presente salmo indican a las claras que se trata, nuevamente, de una profecía acerca del Cristo y de sus vicisitudes en el final de la presente era.
En el Salmo 36, dedicado en su encabezamiento «al director, al siervo de Yahweh», el espíritu profético hace adentrarse a David en lugares muy profundos del alma humana y vislumbrar hasta qué punto, hacia el final de la era, muchísimos perderían todo temor de Dios, deslizándose hacia la vacuidad y, desde esta, hacia lo pernicioso. En contraposición a este cuadro, el Espíritu da a ver al salmista el de una humanidad renovada por la gracia de Dios, una vez que su justicia y su juicio hubiesen realizado todo su propósito para con ella, más allá, incluso, de la era venidera.
En correspondencia con el salmo que lo precede, el Salmo 112 presenta un encomio del siervo del Señor en la era presente con vistas a la era venidera. Su tema principal es la perseverancia y el deleite en discernir el espíritu que subyace a los mandamientos de Yahweh, lo cual redunda finalmente en una encarnación de la gracia, de la compasión y de la justicia del propio Yahweh, desplegadas mayormente para con quienes son rectos y para con los necesitados. Tales cosas son, precisamente, las que irritan a los impíos, quienes sólo pueden seguir mecánicamente el impulso de sus deseos.