Al igual que otros textos de la colección que lo incluye, el Salmo 80 se presenta como una contundente súplica por la restauración, elevada a Yahweh por parte de su pueblo en el final de la presente era. En él, Israel es presentado como una viña que el Señor plantó para sí, tal como la viña mencionada en el capítulo 5 del libro de Isaías. Su texto, sin embargo, presenta algunos detalles proféticos que sólo pueden ser discernidos desde su texto hebreo; y esto último, además, tan sólo contando con la asistencia del mismo espíritu profético que lo ha inspirado.
En los misteriosos términos del lenguaje y del testimonio profético que domina por completo el Libro de los Salmos, el Salmo 81 reúne el pasado, el presente y el futuro del pueblo de Dios en un único punto de enfoque. Siendo la salida del pueblo de la tierra de Egipto el tema que implícitamente lo recorre —y por ende, también, la Pascua, la principal festividad del antiguo Israel—, en él Dios reconviene al pueblo que vive en el final de la era, recordándoles lo sucedido en el pasado remoto y sugiriéndoles la cercanía de otro éxodo, esta vez definitivo.
Dentro de la serie de salmos atribuida a los hijos de Córaj, el Salmo 85 porta consigo una gran revelación dada como al pasar. En efecto, mientras que el mismo parece tratar principalmente sobre el ruego del pueblo dirigido a Yahweh en pos de su restauración, lo que en verdad despliega —en figuras que sólo podría reconocer quien tuviese el tipo de discernimiento que procede del espíritu de Dios— no es otra cosa que el orden de la justicia para justificación de quienes irán a creer las buenas nuevas a anunciarse en nuestros propios días, los últimos de la era.
Atribuido por su título a «Moisés, hombre de Dios», el Salmo 90 es una oración y una declaración profética acerca del pueblo de Dios en el final de la era, cuando ya todo se habría dicho y hecho a través del largo tiempo y cuando, por ende, sólo cabría esperar en la bondad que Dios despliega ante los corazones arrepentidos hasta la contrición. En tal sentido, podría considerárselo como una suerte de réplica al cántico que el propio Moisés entonara ante el pueblo como un testimonio para su posteridad, poco antes del cruce del Jordán hacia el país de Canaán.
Vinculado fuertemente con el Salmo 144 —con el que comparte varios elementos, muy particularmente el de la «canción nueva» presente en Isaías y en el libro de Apocalipsis y cuya mención primera se da, precisamente, en él— el Salmo 33 guarda asimismo una estrecha relación con su antecesor inmediato, del cual podría ser considerado una clara continuación. Su tema gira en torno a aquellos que han alcanzado justificación en la presencia de Yahweh y que han rectificado, por ende, sus corazones, todo ello en medio de los planes de una humanidad que aún no ha llegado a conocer a Dios.
El libro de Sofonías fue compuesto en base a un asunto recibido por el profeta homónimo hacia mediados del siglo noveno a. C. Sin embargo, nada de lo anunciado en él se refiere a otra cosa que no sea el portentoso día de la ira de Yahweh, tiempo en el que tanto su pueblo como las naciones circundantes recibirían la retribución debida a sus actos como preámbulo de aquello a lo que el apóstol Pedro llamara la «restauración de todas las cosas». Se trata, en definitiva, de una visión acerca de nuestros propios días, los ultimísimos de la presente era.
Desde una paradoja que el propio Jesús plantease a los fariseos que lo acosaban en los días previos a su crucifixión hasta el reproche que el autor de la carta «A los hebreos» dirigiera a sus destinatarios a propósito de su exposición del mismo, el salmo 110 se presenta, a lo largo de todo el Nuevo Testamento, como el portador de un misterio. Dicho misterio —que no es otro que el del Cristo, revelado de antemano sólo a los consagrados por el propio espíritu de Dios— es el que en nuestros propios días será develado a la vista de todos.