Parte integrante de la colección que compone los Escritos —tercera y última sección de los textos hebreos y arameos de las Escrituras—, el libro de Rut constituye un ejemplo conspicuo de intertextualidad profética. Sus vínculos con el Salmo 45 y con el Cantar de los Cantares —entre otros textos— son, además de innegables, un firme señalamiento del carácter y de los temas de la era que viene: la redención de la iglesia por parte del Cristo, así como también su matrimonio y su descendencia como preámbulo de la renovación de todas las cosas durante su reinado sobre la tierra.
Lejos del ejercicio poético-filosófico más bien pesimista que la tradición judaica y cristiana vieron en él por más de dos milenios, el libro del Eclesiastés constituye un ejemplo de primer orden de las misteriosas formas en que el Espíritu de Dios comunica aquello a lo que el Apocalipsis llama «los asuntos de la profecía». Su lector ideal verá, entonces, cumplido ante sus propios ojos, aquel dicho de Jesús en el evangelio de Juan según el cual el viento sopla donde quiere, sin que se sepa de dónde viene ni adónde va, un dicho inspirado en las palabras del propio Eclesiastés.
Siendo cronológicamente, según los eruditos, la primera de las misivas de Pablo que integran el Nuevo Testamento, la carta a los gálatas tiene las marcas de un mensaje escrito con gran premura. En ella, Pablo confronta a aquellos de la región de Galacia que, presa de los grupos judaizantes diseminados en diversos lugares del mundo romano, se estaban volviendo a un entendimiento farisaico —y, por ende, carnal— de la ley de Moisés. El resultado de dicha confrontación es uno de los textos más sustanciosos de Pablo en lo que hace a la buena nueva que este anunciaba a las naciones.
La breve carta atribuida a Judas —hermano carnal de Santiago y del propio Cristo Jesús— se constituye en uno de los textos más misteriosos del Nuevo Testamento, sólo superada por el evangelio de Juan, las tres cartas atribuidas a este y, desde luego, el mismo Apocalipsis. En efecto, tanto sus alusiones y glosas de libros extra-canónicos (concretamente, el Libro de Enoc y la así llamada «Asunción de Moisés») como ciertas formas de dirigirse a sus destinatarios (“nuestra común salvación”), sugieren que la carta fue redactada mayormente para alcanzar a aquellos que estarían leyéndola hacia el final de la presente era.
Enviada por Pablo desde su prisión en Roma, la carta a los filipenses combina dichosamente una serie de detalles que hacen a la situación de su autor, a la de sus acompañantes y a la de sus destinatarios con uno de los pasajes más sorprendentes de todo el Nuevo Testamento: aquel en que, casi como al pasar, al instar a los filipenses a imitar al Cristo Jesús en su desprendimiento y en su humildad, Pablo identifica a este con Yahweh, algo que el cristianismo occidental parece no haber podido —o siquiera deseado— abordar cabalmente durante tantos y tantos siglos transcurridos.
La carta que Pablo dirigiera a los colosenses desde su prisión en Roma guarda un fuerte paralelismo temático, estructural e incluso lingüístico con la que enviara desde allí mismo a los efesios, al punto de dejar ambas la impresión de haber sido compuestas con una diferencia de días, incluso de horas. En ambos casos, el misterio del Cristo que se manifestaría entre las naciones destaca por sobre cualquier otro asunto, así como también el hecho de que los llamados y escogidos por Dios en el Cristo Jesús coheredarían el reino de Dios junto a él como miembros de su cuerpo.
Compuesta en algunos de sus tramos por extensísimos períodos que dificultan por momentos su lectura y la comprensión de su asunto principal, la carta de Pablo a los efesios constituye uno de los textos más reveladores del misterio del Cristo, al que Dios hubo ocultado por eras y por generaciones y de cuya administración se encargara el propio apóstol como parte de su anuncio de las buenas nuevas de Jesucristo a las naciones. El corazón de dicho misterio no es sólo el propio Cristo sino también, en no menor medida, el amor inalterable de este por su cuerpo, la Iglesia.