El tópico de las «cosas primeras y últimas» no sólo contiene el procedimiento de Dios para la justificación de toda humanidad, sino también la clave para transitar dichosamente estos últimos días. ¿Pero cómo irían a reconocer todas estas cosas quienes permanecen atados al pasado por las enseñanzas erróneas de siglos?
Las buenas nuevas que serán anunciadas en los días que vienen como preludio del final de esta era sólo podrían ser dichosamente recibidas de darse también un arrepentimiento respecto de la iniquidad. ¿Pero cómo arrepentirse de esta, cuando ni siquiera se sabe en qué consiste ni qué la ha constituido?
Los cristianos han visto desde siempre en el pecado aquello que al presente aleja a la humanidad de Dios y que en un futuro vetará toda entrada en su reino. ¿Pero qué hay de la iniquidad, de la cual ellos mismos han hecho, durante siglos y siglos, una auténtica industria?
Nada delata tanto el enfriamiento generalizado del amor en el otrora mundo cristiano como la apática aceptación de la angustia propia y ajena que en nuestros días lo caracteriza. ¿Quién querrá dar cuenta hoy de este fenómeno que, según Jesús, señalaría inequívocamente a los últimos días de la presente era?
Considerado desde siempre como una de las más contundentes declaraciones mesiánicas de todas las Escrituras, el salmo 2 trata sobre la absoluta soberanía de Dios sobre los seres humanos y sobre lo irrevocable del procedimiento legal que en su justicia ha dispuesto desde un comienzo para su creación en general y para el orden político de su reino sobre la tierra en particular. Brevemente y con una magnificencia no exenta de humor y aún de ternura frente a la frágil condición humana, el salmo describe los prolegómenos del reinado del Hijo de Dios en el final de la presente era.
De todas las «cargas» proféticas que se encuentran en el Antiguo Testamento, la que ocupa el capítulo veintidós del libro de Isaías es acaso la más sugerente. La misma está dirigida no tan veladamente a una ciudad que hacia el final de la era presente ejercería una suerte de mayordomía del reino de Dios, simbolizada por la «llave de David» que antiguamente, en los días de los reyes de Judá, era el atributo de quien administraba todo lo atinente al palacio real. Ofrezco aquí mi traducción anotada del texto hebreo de dicha «carga», apelando, como siempre, al discernimiento del lector.